sábado, 22 de junio de 2013

Vuelvo a casa (Parte 2)

(Click para leer la parte 1)


Las olas mecían suavemente “La Rosa de los Mares”, el señorial buque de Charlotte Leproux, que se encontraba anclado en la costa, en algún punto del sur de la Vega de Tuercespina. En la cubierta, los marineros, contagiados del buen tiempo y de la calma que se respiraba en el ambiente, se encontraban ociosos. Y en su camarote, tirada en la litera, se encontraba Múriel.

Tenía los ojos abiertos y miraba fijamente algún punto indeterminado del techo de madera. En su mente se repetían los acontecimientos vividos a raíz del suceso en la taberna de Bahía del Botín. Como respondiendo a una muda pregunta, su dolorido tobillo izquierdo, hinchado como una pelota de tenis, comenzó a palpitar. Ella, gimiendo levemente por el dolor, se incorporó.

Había estado rememorando en la última hora los sucesos de su juventud, y esto le había entristecido un poco. Había recordado su estancia en el orfanato, no siempre feliz; así como su paso como soldado por una de las múltiples Órdenes Militares que tenían su sede en la sureña capital de los humanos. Suspiró.

Acababa de salir del orfanato, y necesitaba urgentemente comenzar a ganarse la vida. Siempre había sido muy diestra en el manejo de armas desde que, en una de sus salidas nocturnas al Bosque de Elwynn, se había visto obligada a pasar la noche con un grupo de cazadores que se dirigían al sur. Uno de ellos, asombrado por las habilidades de la muchacha con el arco, le había regalado una magnífica pieza de arco corto. Ella, siendo fiel a su estilo, aceptó el regalo y prometió usarlo con dedicación.

Fue tras salir del Orfanato cuando vio el cartel, clavado en uno de los múltiples tablones de anuncios que, estratégicamente situados, mantenían a los habitantes de Ventormenta informados. Lo recordaba como si fuese ayer. El papiro de color claro y buen grosor denotaba una calidad superior, y los emblemas de la Orden y de la Alianza rubricaban el texto, con letras grandes y bonitas. “¡La Orden te necesita! ¡Lucha por la Luz, por el Rey y por la Alianza!” Se había dirigido al Cuartel General y se había alistado como tiradora. Y aunque no consiguió el ennoblecimiento como Caballero del Reino, al menos su pertenencia a la misma le había conseguido unos ahorros con los que ir tirando en tiempos de necesitad.

En este punto de sus pensamientos, Múriel notó como su garganta se secaba, y se levantó. Una garrafa de agua descansaba junto a la litera, y tras servir un poco en una jarra claveteada, lo bebió al trago casi. Miró por la claraboya y su mirada descansó por unos instantes en las olas que rompían casi con dulzura contra el casco de “La Rosa de los Mares”. Su pensamiento se fue automáticamente a él. Le había gustado tanto el mar…

Entornó los ojos y se sentó en la silla que descansaba en un rincón. Se colocó el pelo, y cuando quiso darse cuenta, dos gruesas lágrimas caían por sus mejillas. Se las secó, maldiciéndose a si misma por dejarse llevar por sus recuerdos. Lo había amado, si. Y mucho, pero ya había pasado mucho tiempo y su hija, ahora en Ventormenta a cargo de una de las hermanas del orfanato con la que más cariño y confianza tenía. Pero a pesar de todo había sido tan bonito…

Fue en su época como soldado. Él era el cocinero de uno de los batallones de la Orden, y así se conocieron. Múriel recordó con cariño y cierta nostalgia aquellas charlas durante los permisos bajo la luz de las estrellas, y como fue encariñándose con él, hasta que se enamoraron. Recordaba su rostro moreno, tostado por el sol, y su melena ondulada acariciada por el árido viento de Nethergarde. Allí se conocieron, se amaron y se prometieron en secreto, pues el matrimonio entre miembros de la Orden no estaba bien visto. Y así Múriel quedó en estado.

Tuvieron que tomar la difícil decisión sobre si seguir adelante y formar una familia o mantener el prestigio y el honor que el ser soldados les concedía. Pero la decisión fue unánime: a los pocos días de conocer el embarazo, ya en Ventormenta, presentaron ambos su renuncia, y esa misma noche un sacerdote los casó en una de las capillas laterales de la Magna Catedral de la Luz.



Al poco tiempo de la boda, un capitán amigo del señor Greene se embarcó con un regimiento para Theramore, y consiguió  que al joven lo contratasen  como cocinero. Múriel nunca había visto a su esposo tan ilusionado como cuando se hicieron a la mar: saltaba de un lugar a otro con la ilusión de un niño por la cubierta del barco. El viaje se hizo corto, y cuando llegaron a su nuevo hogar, se dedicaron a mantener viva la llama de su familia.  Allí nació Catherine. Y allí se encontraban cuando la pérfida Horda sitió la ciudad.

Ahora Múriel lloraba quedamente. Recordaba aquellos días a la perfección: Como antes del ataque final evacuaron a muchas mujeres y niños camino a tierras lejanas; como los hombres se habían quedado en su gran mayoría para defender la ciudad, entre ellos su esposo; y como también en su mayoría habían sido eliminados por aquella enorme explosión que acabó con los cimientos de la ciudad y con la neutralidad de Dalaran.





Tras levantarse, beber otro trago de agua y secarse las lágrimas, se llevó las manos a las sienes, que le palpitaban de dolor. Tras desechar de un plumazo el resto de sus recuerdos, se tumbó en la cama, dispuesta a descansar un poco. No lo logró.



Escrito por Muriel Greene