viernes, 7 de junio de 2013

Vuelvo a casa (Parte 1)

   La pequeña casita se encontraba a las afueras de la capital, entre las granjas donde los granjeros abastecían de productos a los ciudadanos. Era apenas una pequeña habitación, con una cama grande, una mesa con su correspondiente silla, un armario y un arcón; no obstante, aquel cuchitril era lo más parecido a un hogar que había tenido en los últimos tiempos. 
Se encontraba dormida en la cama, abrazada a su tesoro más preciado, cuando entre sueños notó un tenue sonido que iba aumentando en intensidad: “Pom, pom, pom”. Parecía una de las espadas de madera con las que jugaba en el orfanato golpeando contra otra superficie del mismo material. “Pom, pom, pom”. Fuera, la tormenta arreciaba, descargando sobre el páramo toda su inusitada furia, mientras el viento feroz amenazaba con arrancar de cuajo los árboles y los cultivos. De fondo, el ya familiar sonido: “Pom, pom, pom”.  Se oyó un trueno y algo la sujetó de la muñeca de manera clara y precisa. Se despertó sobresaltada y su primer impulso fue el de buscar su espada, pero se contuvo al oír una muy querida voz: “Mami, susto”. Se levantó a tientas y encendió el candil. Tras barrer la pequeña sala con la mirada, reparó en el sonido que había estado escuchando. No eran juguetes de su infancia, ni enemigos que venían para acabar con ella; lo que producía aquel sonido acompasado era el batiente de la ventana vapuleado por el viento, chocando una y otra vez contra el marco de madera. Resopló, y tras levantarse, aseguró las maderas con una cuña que había descansado en la mesita. Se volvió a la cama, y contempló a su hija con el afecto que únicamente una persona que ha dado a luz conoce.  “¿Ves como no pasa nada, mi amor? Era solamente el viento” le pasó el brazo sobre los hombros y la atrajo hacia sí.  “Tengo susto” repitió la niña, abrazándose a su madre. Esta le devolvió el abrazo y la acurrucó contra ella, comenzando una dulce melodía que había escuchado hacía muchos años, en un lugar y tiempo imprecisos.  Volvió a mirar a la niña, que había cerrado los ojos, dispuesta a quedarse dormida. 
La pequeña Catherine era todo lo que le quedaba de su vida pasada. Era una pequeña de dos años y medio de edad, rubita y guapetona, de carrillos sonrosados y un pelo liso usualmente recogido en una coleta, con un lazo rosa. La pequeña le había devuelto las ganas de vivir tras el incidente, pero se las veía y se las deseaba para poder sacarla adelante ella sola. Por las mañanas la dejaba con su vecina mientras se desplazaba a casa de unas señoras, donde ganaba unas monedas haciéndoles las tareas domésticas. Por la tarde comenzaba el casi místico ritual de siempre: le lavaba la cara y le acicalaba la ropa; la peinaba y le ponía los pequeños zapatitos que una generosa señora le había regalado; y tras cogerla de la mano salían juntas a hacer los recados. Así estaba ocurriendo en este preciso momento.
 Se esforzaba en disfrutar cada uno de los segundos que pasaba con su hija, además de hacer que esta los disfrutaba: ella misma no había podido mantener una relación con sus padres, pues era hija del orfanato. Nunca había indagado demasiado, pues conocía que era una tarea casi imposible el averiguar el paradero de sus padres; no obstante, una tarde, con quince años, preguntó a una de las hermanas que lo atendían. Su respuesta, sorprendentemente, no fue evasiva como esperaba: Quizá su excelente comportamiento a lo largo de su estancia en la institución le habían granjeado la confianza de sus cuidadoras, o quizá dio la casualidad que la hermana que se encontraba de guardia aquella noche había desarrollado un cariño hacia la chica casi maternal, el caso es que la vieja hermana contó a la entonces pequeña que sus padres la habían abandonado con cerca de dos años en la puerta del orfanato, sin nada que decir y sin nada que preguntar. “Un error más en la vida de alguien, eso es lo que soy” llegó a pensar muchas veces, cuando creía que su vida no tenía sentido.
Los pensamientos de la chica habían ocupado su mente por completo. Su mente dejó de bucear en sus recuerdos para centrar su atención en su hija. En estos momentos la pequeña, de la mano de su madre, tarareaba una cancioncilla pegadiza que la hizo sonreír de alegría. Miró a su alrededor. Habían llegado al riachuelo que separaba las granjas de la ciudad propiamente dicha, y más concretamente de la zona donde se encontraba la tienda donde hacían sus compras. Cuando madre e hija pasaron por el pequeño puente que vadeaba el arroyo, la chica no pudo evitar contemplar el reflejo que el agua le devolvía. En el agua se veía una figura bajita y bien formada, aunque sin rayar en la gordura. Sus mejillas denotaban salud, y sus profundos ojos verdes tenían encendida la chispa de la vitalidad. La cabellera rubia estaba recogida pulcramente en una cola de caballo cerrada con un bonito cordel rojo, y en ambas orejas dos aritos dorados brillaban bajo el sol de junio. Su boca siempre estaba predispuesta a la sonrisa, y a veces dejaba ver parte de la punta de la lengua, sobre todo cuando ella hacía uso de una excesiva concentración. Miró su vestido. Usado, pero limpio y bien cuidado, era una pieza de lino del barato. Sus zapatos, lo mismo. Nunca había sido muy rica, pero había sabido ser pulcra. Se encogió de hombros para sí misma y siguió caminando con su pequeña de la mano, mientras en el cielo los pájaros trinaban con su alegre melodía. 
Llegaron a la puerta de la ciudad. La muralla proyectaba sus sombras alargadas que proporcionaban al viajero un suspiro frente al calor. Ambas, madre e hija, atravesaron a paso ligero la puerta y se mezclaron con el bullicio de la ciudad. A pesar de ser media tarde, la ciudad burbujeaba en un inmenso caldero que era la calle principal, mientras los distintos ingredientes que eran las personas se mezclaban en una composición culinaria de relaciones sociales. Los había de todo tipo: comerciantes intentando vender los más exóticos y raros productos; guardias que patrullaban la zona con la calma que da saber que la gente a tu alrededor es de confianza; grupos de mujeres u hombres que caminaban juntos, intercambiando palabras, camino a sus quehaceres… Y un sinfín de ejemplos más. Tras caminar unos metros e intercambiar unos cuantos saludos, entró a la tienda de especias. Los productos, cuidadosamente expuestos, la saludaron con un silencioso aroma. El olor a tomillo, a laurel y a hierbabuena subía por sus fosas nasales a la par que ella se acercaba a los recipientes. Había también botes de hierbas con olores más fuertes y que no se atrevía a oler siquiera, como aquella que, según el Harry, el dueño del local, un contrabandista le había traído desde las lejanas tierras de la selva que cubría todo el sur. Tras coger un pellizco de hierbabuena, se lo puso bajo la nariz a la pequeña Catherine. Esta arrugó el morro y bizqueó, impresionada por la fuerza del aroma, lo que produjo que su madre soltase una leve carcajada y la cogiese en brazos. Tras plantarle un beso en la mejilla y volverla a dejar en el suelo, se paseó por las estanterías, tomando lo que había venido a buscar, y se dirigió acto seguido al mostrador. Harry la miró detrás de sus gruesas lentes, y tras hacer el cálculo  y atusarse el ancho bigote de mariscal que adornaba su labio superior, dijo una cifra. La chica asintió. “Apúntamelo en mi cuenta, Harry”. El hombre sonrió y dijo que sí con la cabeza. Acto seguido sacó un pequeño libro con las pastas acartonadas, y tras coger un pequeño carboncillo, anotó, leyendo en voz alta: “Quince monedas de plata. Señora Greene”. La chica soltó un bufido divertido y miró inquisitivamente al hombre que estaba tras el mostrador. De sus labios brotó la risa, a la par que le decía: “Te lo he dicho, Harry. No me llames señora Greene. ¡Llámame Múriel!”



Escrito por Muriel Greene