Era de noche aunque no lo parecía. Lo que debía ser un
cielo estrellado se convertía en un simple fondo oscuro cuya belleza quedaba
atenuada por las propias luces de la ciudad. Y este fenómeno sólo podía ocurrir
en un lugar, la ciudad mágica de Dalaran. A diferencia de las otras ciudades,
ancladas al suelo, las calles de la urbe de los magos eran transitadas incluso
a altas horas de la noche. La luz artificial invocada por los magos
proporcionaba un "falso día" que permitía alargar las horas laborables
y así posponer el cierre de las tiendas. Gracias a esas luces se había generado
en la ciudad una nueva moda de salir a pasear y "admirar" la
iluminación que los magos ociosos elaboraban para el disfrute de los
conciudadanos. Esa moda había evolucionado hasta el punto de que se había
generado turismo propio, y parejas de todo Azeroth acudían a la ciudad para ver
sus románticas luces.
Esas eran las mejores presas para Robin. Los turistas
incautos que se distraían admirando los parpadeos multicolores y descuidaban
sus monederos. Agazapado en una esquina oscura los veía pasar sin que ellos
pudieran notar su presencia. Mantenía las manos juntas, con las yemas de sus
dedos en contacto, mientras evaluaba los transeúntes. Debía ser cuidadoso, pues
a menudo los magos se despojaban de sus togas y paseaban disfrazados de
personas corrientes. Aunque también era posible robarles a ellos, a menudo no
valía la pena el riesgo.
Como esos pandaren que acababan de pasar frente a él.
Aunque caminaban relajados y de un modo despreocupado, Robin tuvo la sensación
que era mejor no meterse con ellos.
- ¡Corre Maestro, corre! - Le apresuraba la hembra
tirando del brazo de su maestro. - El espectáculo de luces está a punto de
empezar. Me prometiste que no nos lo perderíamos.
- Pero esos buñuelos... - Se lamentaba el pandaren
mirando al puesto de buñuelos que dejaban atrás.
Robin los dejó pasar de largo y se centró en otras
presas. El hombre de la gabardina negra no, no está suficientemente distraído.
Esa pareja que caminan de la mano podía ser un buen objetivo. La mujer que va
sola definitivamente no, está alerta y parece que busca a alguien. Será la
pareja entonces.
Se levantó sigilosamente y salió de las sombras que lo
cobijaban. Su melena plateada refulgió cuando el primer haz de luz acarició sus
finos cabellos. Consciente de que el color de su cabello atraería miradas
indeseadas se apresuró a cubrirse con una capucha oscura, acorde con su
vestimenta.
Se camufló despreocupadamente entre la multitud,
fingiendo ser uno más. Siguió como una sombra a su objetivo, sin perderlo un
segundo de vista. Se escurría entre la gente sin apenas rozar a nadie, se
desenvolvía con la sutileza y agilidad que la calle le había enseñado.
Se situó detrás de la pareja, absorta con el espectáculo
de luces que presentaba el mago feriante. Las mariposas relucientes y demás
encantamientos brillantes distraían a todo el que se fijara en ellas,
ofreciendo la perfecta oportunidad a Robin. Un movimiento sutil, un leve
empujón como si de un tropiezo se tratara… y las pequeñas bolsas de sus cintos
ya eran suyas. Continuó andando a la misma velocidad como si nada hubiera
pasado y para cuando la pareja se diera cuenta ya sería demasiado tarde.
Se alejó de la multitud, dobló la esquina y se adentró en
las callejuelas. Dos, tres, hasta cuatro veces se aseguró que nadie lo seguía.
A veces los guardias de la ciudad se disfrazaban de gente corriente y
patrullaban de incógnito, esperando cazar rateros como Robin, por lo que nunca
se era demasiado precavido.
Cuando estuvo seguro de que nadie le había seguido el
rastro, suspiró. El hurto, el acto de
robar siempre dejaba una sensación excitante en el cuerpo, aunque por
contrapartida, la tensión dejaba hecho polvo el cuerpo del joven ladrón. Tras serenarse
y relajar sus miembros el pícaro se comprobó el botín de su última captura.
- Bah… Mucho cobre y algunas plateadas. – exhaló.
- Con eso te pagas una buena cerveza en la taberna.
La voz a su espalda le sobresaltó de tal modo que la
sintió como una descarga recorriendo todo su cuerpo y le hizo dar un brinco
hacia delante. Aun con los pelos de la
nuca erizados, se volteó llevando una mano a la daga de su cinto solo para
darse cuenta de que ésta había desaparecido.
De hecho se hallaba en la mano del hombre que lo había
sorprendido.
Aunque el callejón era oscuro había luz suficiente para
que ambos pudieran reconocerse mutuamente. Su asaltante llevaba el pelo negro y
corto y una bien recortada barba que enmarcaba su afilado rostro. Tenía un
porte elegante, como nobiliario y sus ojos verdes refulgían con chispeante
alegría.
Era el hombre de la gabardina negra que había visto momentos atrás.
- Tranquilo. No soy un guardia. – Dijo el hombre
anticipándose a los pensamientos del ladronzuelo y alzando las manos en señal
de rendición. – pero no estamos tan lejos como para que no pudieran oír mis
gritos en caso de que fuera necesario.
- ¿Qué es lo que quieres? – Exigió saber Robin, porque “cómo
diablos te has puesto a mi espalda sin que te notase” no le parecía una
pregunta que haría un ladrón que se hiciera respetar.
- Hablar. – dijo con su aterciopelada voz mientras le
lanzaba de regreso su daga. – y que me escuches, claro. – añadió sonriente.
Robin atrapó la daga al vuelo y la sostuvo en su mano,
dubitativo. Si se le observaba de cerca era cierto que no parecía un guardia.
Bajo su gabardina negra se veía un chaleco del mismo color sobre una camisa
gris oscuro. Del cinto colgaban diferentes bolsas y artefactos que Robin no
reconocía, por lo que supuso que tendrían algún uso mágico. Era joven, no más
de veinte o veinticinco años, por lo que el bastón negro en el que se apoyaba era un mero adorno
figurativo… o un arma en caso de necesidad. La ropa parecía de calidad y se le
veía aseado. En general no parecía una amenaza pero… ese brillo en sus ojos…
era como si pudiera leerle la mente.
Aunque su cabeza le decía que huyera sin mirar atrás, su
instinto le decía que no era una amenaza.
- Habla… Puede que te escuche.
- ¿Puede? – Repitió sonriente. – Que desconfiado eres. Te
he devuelto la daga sin que me lo pidieras ¿no?
- Tampoco hacía falta que me la quitaras en primer lugar.
- Entonces no habría captado tu atención de igual forma.
- ¿Tienes una respuesta para todo?
- Normalmente sí.
- Ve al grano… - suspiró el pícaro. ¿Cómo podía estar
charlando tan amigablemente con un desconocido que lo había desarmado sin que
se diera cuenta? Ser consciente de eso le hizo recuperar la compostura y se
mantuvo alerta, tratando de evitar que la sonrisa perfecta del individuo le
distrajera de nuevo.
- Chico con prisas, está bien. – Se sentó en unos barriles
que descansaban junto a la pared. – Te he visto hace unos momentos. Eres rápido
y eficaz y quiero que hagas un trabajillo para mí.
- ¿Qué clase de trabajillo?
- Algo un poco arriesgado. Pero con grandes beneficios.
Nada que no esté seguro que puedas hacer, claro.
- Si es tan fácil ¿Por qué no lo haces tú mismo?
- No tengo tus habilidades. – Sonrió. – Si te interesa
ayudarme puedes encontrarme aquí.
Sacó un folleto publicitario de dentro su gabardina y lo
dejó sobre el barril a su lado. Tras eso dio media vuelta y se alejó con un
andar elegante. Sin embargo se detuvo justo antes de llegar a la entrada del
callejón y alzó su voz para hacerse oír.
- Por cierto. ¿He comentado lo del tesoro de valor
incalculable? – dijo antes de proseguir su camino.
Sus palabras levantaron las cabezas de un par de mendigos
en los alrededores pero el hombre ya no estaba ahí para presenciarlo. Robin sin
embargo se apresuró a recoger el folleto y salir de ahí tan rápido como le
permitieron sus piernas.
Minutos más tarde, caminando por las calles de Dalaran,
Robin leía el folleto pensando en lo estúpido que era ese hombre, con sus
maneras aburguesadas y su porte de ricachón. Era obvio que no conocía la vida
de las calles. Si le hablas de tesoros a un ladrón, este termina por sacarte el
corazón. En cualquier caso, el folleto era publicidad de una taberna a no mucha
distancia de dónde se encontraba en ese momento. ¿Debía ir a echar un vistazo?
No confiaba en ese hombre, algo en él no encajaba pero… ¿qué tenía que perder?
A parte de la vida, claro. Sí. Definitivamente no iría.
Unas horas más tarde entraba en la taberna La bienvenida de un héroe sin poderse
creer lo que estaba haciendo. Observó la gente a su alrededor mientras se
refugiaba en un rincón apartado. Aventureros curtidos y guerreros de todas las
razas de la Alianza brindaban y reían pese a ser muy entrada la noche. Un bardo
tocaba su laúd mientras entonaba una animada canción para amenizar la estancia
de los parroquianos. No vio el hombre de la gabardina por ninguna parte.
Lo que si percibió con fuerza fue el olor a estofado que
ascendía de la cocina. Carne especiada bullendo en su salsa con champiñones y
zanahoria. Le encantaban las zanahorias. El olor divino hizo que le rugieran
las tripas, recordándole que habían pasado varias horas desde su última
ingesta. Se acercó a la barra con paso dubitativo, no le quedaban muchas
monedas y con lo que había conseguido esa noche no le daría para pagarse un
plato, pero estaba seguro de poder escapar sin pagar sin problema.
- ¡Eh! – llamó la atención del camarero que secaba jarras
con un trapo tras la barra.
El hombre lo miró y entrecerró los ojos un momento. Robin
se tensó, pensando que iban a echarle. ¿Eran sus ropas demasiado sospechosas?
Sin embargo el hombre bajó la cabeza de nuevo y contestó sin levantar la voz.
- La puerta de la derecha, baja las escaleras. Te están
esperando.
Robin pensó en un primer momento que lo confundía con
otro, pero luego recordó el hombre de la gabardina. ¿Habría sido él quien lo
había dispuesto todo para que lo recibieran? ¿Era una trampa? ¿Podía llevarse
un plato de estofado allí?
Todo esto es una mala idea, se repetía cruzando la puerta
de la derecha a las cocinas. Los cocineros no notaron su presencia o decidieron
ignorarle y seguir con su ajetreada tarea. El océano de olores hizo que el estómago
de Robin volviera a gruñir. Los platos estaban ahí, encima de la mesa, a la
espera que el camarero viniera a por ellos para llevárselos a los comensales. Robin
paseó su mirada entre la comida y los aparentemente indiferentes cocineros.
Segundos más tarde estaba sentado en la parte baja de las
escaleras, disfrutando a oscuras de un delicioso plato de estofado,
embriagándose de su sabor y masticando cada pedazo de carne con placer. Dejó
las rodajas zanahorias para el final y cuando llegó el momento se las comió una
por una, mordiéndolas y estremeciéndose con el ruido que producían mientras la
salsa de carne las bañaba.
Su estómago satisfecho dejó de rugir. Hacía mucho tiempo
que no comía tan bien. Dejó el plato limpio a un lado y se levantó, acercándose
a la puerta de madera. El camarero le había dicho que lo esperaban. En plural.
¿Habría más personas tras esa puerta a parte del hombre de la gabardina? Robin
pegó la oreja a la cerradura, tratando infructuosamente oír algo.
Nada. O la puerta era demasiado gruesa o ahí dentro estaban todos callados. De repente la puerta se abrió hacia dentro haciendo que
Robin trastabillara hacia delante y por poco chocara con el hombre que la
abrió. Si es que era un hombre… Más de dos metros de musculo y una mirada seria
le recibieron. Llevaba el pelo largo y enmarañado, salvo por algunas trenzas, y
una barba le cubría la mandíbula. Ojos azules y fríos que contrastaban con el
dorado de su melena. ¿Era un vrykul? Robin estaba demasiado sorprendido y algo asustado como para moverse. Había oído hablar de los vrykuls pero nunca había
visto ninguno. Se decía que eran semigigantes, destructores y que arrasaban
violentamente con todo lo que veían. ¿Qué hacia un vrykul en la bodega de una
taberna de la ciudad de los magos?
- Te dijimos que no lo asustaras, Ed. – dijo una voz a su
espalda. Robin la reconoció, pues la había oído no hacía mucho. El bardo que
tocaba el laúd en la taberna estaba bajando las escaleras con dos platos de
estofado en sus manos y una gran sonrisa en su rostro. Tenía el pelo corto y
peinado hacia atrás, sin disimilar las primeras canas que empezaban a aparecer.
Tambien llevaba peinada su barba marrón, del mismo color que su pelo. Su mirada
era alegre, pero Robin no se fiaba ni un pelo.
- No me ha asustado. – se defendió Robin para mantener su
orgullo. – He tropezado.
- Ya, claro. – Se rió el bardo con vibrante voz. – Entra –
hizo una señal con el brazo al tener las manos ocupadas añadiendo – por favor.
El hombre rubio al que el bardo había llamado Ed se hizo
a un lado permitiéndoles el paso a ambos. Robin entró como un gato en el
territorio de otro felino: tenso, explorando cada rincón y sin fiarse de nada
ni de nadie. El bardo entró detrás suyo y Ed cerró la puerta. ¡Lo habían
atrapado! ¡Debía buscar una salida de inmediato! El bardo volvió a reírse al
verlo tan apurado y Robin notó una punzada de dolor en su orgullo al descubrirse
paranoico. Pero ellos no sabían lo que era la vida en las calles. No sabían
como moldeaba la mente tener que buscarte la vida y sobrevivir con lo que
conseguías robar cada día. Trató de relajarse y dio otro vistazo a la
habitación con otros ojos.
Era una sala amplia pero abarrotada por lo que el espacio
no sobraba. Grandes barriles ocupaban el centro de la bodega y el resto del
espacio lo ocupaban cajas y sacos de provisiones. Cuatro antorchas iluminaban
la sala, dotándola de calidez. Un ronquido alertó a Robin. Sobre la montaña de
cajas junto a la puerta, oculto si no fuera por los ronquidos que emitía,
dormía un hombre. Boca abajo y con un brazo colgando, su melena corta de color
negro le caía sobre el rostro culminado por una perilla. Vestía con prendas
oscuras de cuero y un par de dagas descansaban a su lado. Este hombre era de
los suyos. Un ladrón, un pícaro o incluso un asesino. ¿Pero, como podía
dormirse de un modo tan despreocupado?
Ignorando a su compañero durmiente, Ed se sentó en una de
las cajas, que crujió bajo su peso. Robin lo examinó mejor. Aunque le pareciera
un vrykul, era humano. Uno muy alto y grande pero humano. Un chaleco de cuero
basto le cubría el torso y pantalones no más elaborados con botas de piel y
guantes a juego completaban su vestimenta. Un enorme martillo de guerra
descansaba detrás suyo, apoyado contra uno de los grandes barriles. Quizá era
humano, pero vestía como un bárbaro. La mirada del hombretón rubio se perdió en
el infinito hasta que el bardo le alcanzó un plato de estofado. Con un gruñido
de agradecimiento empezó a comer despacio.
Dejó el otro plato en una de las cajas de la pila sobre
la que dormía el otro hombre. Robin advirtió que el hombre de la gabardina no
estaba allí, solo esas tres personas, y se preguntó si estaba en el sitio
correcto o se había metido en un grave problema.
- Bueno. ¿Y cómo te llamas, chico? – preguntó el bardo
sentándose en otra caja. Vestía unos pantalones de cuero ajustado y una ancha
camisa cubierta por refuerzos. Había dejado a un lado el laúd que llevaba a la
espalda. Robin se fijó que su ropa tenía varios bolsillos y sospechaba que
tendría varios más ocultos a la vista.
- ¿Cómo te llamas tú? – respondió Robin a la defensiva
frunciendo el ceño.
- Vaya. Eres todo un encanto ¿eh? – rió el bardo. – Me
llamo Will Foxhill. Llámame Will. El hombretón rubio es Ed y nuestro compañero
durmiente es Jasper.
El hombre llamado Jasper se removió en sueños al oír su
nombre pero no llegó a despertarse.
- ¿Y bien? – preguntó de nuevo el bardo Will – ¿Cómo te
llamamos, chico?
- ¿Por qué deberíais llamarme de ninguna forma? He venido a escuchar lo que tiene que decir ese
hombre de la gabardina. Y a menos que se esconda dentro de los barriles no lo
veo por aquí. Por lo que me voy.
- Él llegará en breves momentos. Nunca es del todo puntual
ni llega del todo tarde. – Robin se planteó salir de la habitación en ese mismo
momento y no volver, pero las palabras del misterioso hombre le retenían. Eso y
lo que había dicho del tesoro. – ¿Entonces? ¿Tu nombre es?
- Robin Oliver.
- ¿Robin Oliver? – Preguntó una voz que hasta entonces no
había hablado. Robin se giró para descubrir que el durmiente Jasper se había
despertado, sentado sobre las cajas y en ese momento comía con afición el plato
de estofado mientras le observaba de arriba abajo. - ¿Tienes dos nombres en vez
de nombre y apellido? Que chico tan adorable. – Dijo con un excesivo buen humor
para lo que requería la situación.
- No puedes quejarte de tu apellido tampoco, Jasper. – dijo
Will.
- Lo sé. No me quejo. – Bajó del montón de cajas de un
salto y se plantó frente a Robin tendiéndole la mano. – Encantado Robin Oliver,
soy Jasper King.
Robin iba a dar la mano como un movimiento automático
pero pudo darse cuenta y se detuvo. No conocía a ese hombre, no conocía a
ninguno de ellos. No podía fiarse de ellos. Aunque el aura que emitían era
tentadoramente amable y hacía que dejara a un lado la desconfianza. Robin se
resistió y respondió el gesto del hombre con una mirada ceñuda. Jasper rió y
rebulló el pelo de Robin con una mano. Luego se sentó en una caja próxima a
Will.
Tras ese momento incomodo la puerta se abrió de nuevo. El
hombre de la gabardina negra entró con sus aires de nobleza y dignidad que tanto fascinaban a Robin. Fascinaban o
irritaban, aún no lo había decidido. El hombre le dedicó una sonrisa en cuanto
lo vio.
- Me alegra ver que aceptaste mi invitación. Bienvenido al
equipo, er…
- Robin Oliver. – Contestó Jasper por él. – Tiene dos nombres
en vez de apellido. Me encanta.
- Bienvenido Robin.
- Un segundo. Yo no he dicho nada de unirme a ningún
equipo. – dijo Robin envarado.
- Oh, pero por eso estás aquí, ¿no es así? – Dijo Will
- Yo… He venido a escuchar lo que tienes que decir. – dijo
dirigiéndose al hombre de la gabardina. - Luego decidiré.
- Bien. Chico listo. Déjame entonces que te cuente de qué
va esto. – Se adentró en la habitación hasta recostar su mano sobre la tapa de
uno de los enormes barriles que descansaban en horizontal sobre soportes. –
Vamos a cometer un robo.
- Para algo como eso no me necesitas justamente a mí. Hay
mucho otros…
- Oh, pero es que si que te necesito exactamente a ti. –
intervino el hombre.- Ya que el robo no es solo un robo más. Vamos a robar
algo, sin que el propietario se dé cuenta de que le han robado.
- Eso se intenta en todos los robos. – sin permitir que lo
convencieran - ¿A quién vais a robar?
- A Lord Omber
La respuesta dejó parado por unos segundos a Robin. ¡Lord
Garus Omber! Uno de los nobles más ricos de la ciudad. No era mago, por lo que
no formaba parte del consejo regente. Sus inicios habían sido como mercader
pero su riqueza había aumentado como para comprarse su propio título
nobiliario. Y tras eso su fortuna se expandió muchísimo más. Era un hombre
poderoso y su mansión estaba guarnecida para evitar que nadie intentara
colarse.
- Estás loco…
- No lo descartamos. – dijo Jasper.
- En absoluto. – Contestó el hombre sonriendo. – El plan ya
ha sido diseñado y está todo listo. En cuanto te preparemos adecuadamente, si
es que aceptas, claro.
Robin meditó por unos segundos. La mansión Omber
albergaba tesoros con los que cualquier ladrón soñaba. Un robo de esas
dimensiones le permitiría salir de las calles por una buena temporada. Y el
hombre de la gabardina aseguraba que Lord Omber no llegaría a enterarse…
Parecía tenerlo todo bajo control.
- Es arriesgado.
- Sí. Pero el premio lo vale.
- Si nos descubren…
- No lo harán. Y en tal caso, tu papel en el plan no
implica un riesgo directo, por lo que estarás a salvo.
- Contadme el plan.
- ¿Estás en el equipo, entonces? – Quiso saber Will.
- Supongo… - Accedió Robin, aun sin estar muy seguro. El
ambiente que se respiraba en la bodega lo había relajado. Le resultaba muy
difícil no fiarse de esos hombres que acababa de conocer.
- ¡Bien, chico! – Dijo Jasper palmeándole la espalda.-
Buena decisión. Ed también se alegra. ¿Verdad, Ed? – Ed simplemente gruñó en
forma de asentimiento.
- Escucha entonces. – dijo el hombre de la gabardina. Metió
la mano en su abrigo y sacó de uno de los bolsillos interiores una pequeña
pluma de escribir. Robin las había visto otras veces. Era una pluma mágica que
no necesitaba tinta, pues estaba cargada con magia y podía escribir sobre
cualquier superficie, incluso sobre el aire, y podía ser borrada con un simple
movimiento. El hombre empezó a garabatear sobre la tapa del barril. El plan que
proponía era arriesgado, sin duda, algo confuso también. Pero las piezas
encajaban en su sitio y lo contaba de forma que parecía que no hubiera lugar
para el error. Cuando hubo terminado guardó de nuevo la pluma. - ¿Cómo lo ves?
¿Podrás hacerlo?
- Sí… No creo que haya problema con mi parte del plan.
Aunque es todo un poco confuso. ¿Por qué eso?
- Te lo iremos contando todo. Aun tenemos que repasar el
plan unas cuantas veces más.
- Una cosa más.
- ¿Sí?
- Tu nombre. No lo has dicho. – Robin se fijó que Will
esbozaba una sonrisa. Tambien lo hizo el hombre.
- Puedes llamarme Victor. Victor Vandante
Escrito por: Vandante