lunes, 8 de agosto de 2016

Selander Sendagris - Suficiente

Selander acarició  con la yema de los dedos el rostro de piel suave como la seda. Su tez era blanquecina, pálida como la luz de Elune, pero desprovista de su calidez. Era un blanco más similar al marfil, pero con un ligero tono azulado.

Las facciones de la elfa esbozaron una amplia sonrisa cuando el vello de su nuca se erizó gracias a las caricias de su esposo.
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           - Bésala. – decía una voz en su interior. Pero Selander la ignoró.

-          - ¿Estás cansado mi cielo? – Preguntó con su voz musical al mismo tiempo que aleteaba sus largas pestañas.

-          - La guardia se ha hecho larga. – bufó Selander – Tenía ganas de verte.

La elfa ensanchó su sonrisa a la vez que pasaba sus brazos alrededor del cuello de Selander, acercándose tanto que podía apreciarse su cuerpo a través de las trasparencias de su vestido de noche.

-          - Ahora ya estás a mi lado. Y no te dejaré ir. – susurró dulcemente.

Acercó sus labios a los de su esposo, con los ojos cerrados, lista para succionar de él su cansancio, sus energías… y su vida.

Pero una fuerte opresión alrededor de su cuello la hizo detenerse y abrir los ojos con terror. El dolor y la asfixia rompieron su hechizo ilusorio y poco a poco volvió a adoptar su forma original. La blanca melena se acortó y se volvió negra como el carbón mechón a mechón, la pálida tez se enrojeció y escamó mientras sus uñas se tornaban en garras y sus pies en pezuñas. Sus ropajes se desvanecieron en humo, revelando un escaso atuendo para ocultar su busto y caderas. Por último una larga cola afloró por encima de sus posaderas y unos pequeños cuernos curvados emergieron de su cabeza.

La súcubo siseó tratando de liberarse del agarre del elfo de pelo azul, arañado al aire, incapaz de alcanzar el rostro de su captor.

-          - ¡Me haces daño! – suplicó emulando la voz de la esposa de Selander.

-          - Suéltala. No es peligrosa, puedes con ella. – lo tentó su voz interior.

-          - Ya basta. – Ordenó Selander, tanto para el demonio como para la voz. – Tus trucos y encantamientos no funcionarán conmigo, demonio.

-          - ¿No te duele hacerle esto a la mujer que amas? – Dijo la súcubo, retomando la ilusión y convirtiendo su rostro en el de Elia, la mujer que el corazón del elfo identificaba como esposa según el demonio podía percibir.

-          - ¿Quieres decir, otra vez?

Selander clavó su guja en el vientre de la súcubo y a continuación la hizo ascender para rajarla en dirección al corazón del monstruo. La sangre negra se esparció por la pared y el suelo de las ruinas cuando el cuerpo del demonio cayó con un ruido sordo.

       - Malditos bastardos… - susurró para sí Selander.

Había adquirido la costumbre de pensar en voz alta, pues no se fiaba de las voces en su cabeza. Ya no, no desde que se convirtió en cazador de demonios. Volvió a observar el cuerpo del demonio que le habían encargado aniquilar sus maestros en el templo oscuro. Había supuesto una prueba más dura de lo que se esperaba. Las súcubos leían los corazones de sus víctimas y usaban su magia vil para encandilar a sus presas. No era un truco que pudiera engañar a alguien con sus habilidades, pero aún así el recuerdo de su esposa había aflorado en su mente, trayendo el dolor de recuerdos pasados.

Recordaba bien esa noche. Volver a casa intranquilo, con la sensación de que algo malo había pasado, y ser recibido por la oscuridad y el silencio. Las luces mágicas habían sido consumidas, así como los hechizos de protección que Elia solía renovar cada mes alrededor de su hogar. Aún tras atravesar la puerta de entrada no la oyó. No estaba en la cocina preparando la cena, ni cuidando de su jardín o cantando una nana a Velia, su hija recién nacida.

El pensar en Velia le hizo entrar un terror frío. Sin quitarse su uniforme de guardia ni envainar su espada subió los escalones de dos en dos hacia la habitación de su hija. La encontró fría, muy diferente a como solía ser. Los ventanales estaban abiertos y el aire frío entraba desde el balcón. Ahí lo esperaba una figura solitaria, sentada en el suelo abrazando sus rodillas.
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           -¡Elia! – dijo Selander corriendo hacia la figura. Se arrodilló frente a su amada y la abrazo tiernamente, esperando que eso la tranquilizara. - ¿Qué ha pasado?
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           -Un… un demonio… - susurró entre sollozos. Su voz era tenue, como si le diera miedo alzar la voz. Las lágrimas habían abierto surcos en sus mejillas, siguiendo la ruta de los arañazos que se había infligido. – Él… él quería… cosas…

-          -¿Qué te ha hecho Elia? ¿Dónde esta Velia? – Preguntó Selander angustiado a la vez que asustado.
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           - Su hambre… era insaciable… - Tragó saliva como si cada palabra le costara esfuerzo pronunciar. – Primero le ofrecí mi magia, esperando saciarle para que nos dejara en paz… pero no fue suficiente. Luego se comió los encantamientos de protección… succionó toda pizca de magia de la casa… los libros de hechizos se pulverizaron con el toque de sus viles garras para pasar a ser alimento de su voraz hambre… No fue suficiente…
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          - ¿Dónde está Velia? – Insistió Selander, temiendo la respuesta.

-             - ¡No fue suficiente! – lloró la elfa.

Selander se levantó horrorizado. ¿Era esto una pesadilla? ¿Cómo había podido ofrecer su propia hija en sacrificio a un demonio con tal de salvarse? Una tremenda sensación de asco lo embargó y con dificultad pudo contener las arcadas que lo sacudían.

      - Volverá pronto. – dijo Elia levantándose.

      -¿Cómo dices? – Preguntó Selander aun aturdido.

      - Dijo que volvería. No fue suficiente. – Su rostro estaba oculto por su melena blanca en forma de cascada despeinada. – Pero no te preocupes. He encontrado algo con que saciar su hambre.

      - ¿Qué?- preguntó aun sin saber si lo que estaba viviendo era real.

      - ¡Tu alma! – chilló. Elia se abalanzó sobre su marido con una daga en la mano y los ojos desorbitados por locura demoniaca. El demonio le había robado su magia, pero aún era una hábil luchadora… o lo había sido. Los cortes y arañazos con los que lo atacaba la mujer que amaba distaban mucho de las técnicas que solía utilizar. Sus movimientos eran erráticos y su conducta impulsiva. Eran el miedo y la desesperación lo que la movían, alimentados por los susurros del demonio que había destrozado sus vidas. Ojalá Selander lo hubiera sabido ver en ese entonces.

En el caótico combate, entre la ira, el miedo y la confusión, Elia fue ensartada por la espada de Selander. Su cuerpo cayó hacia delante, sobre su horrorizado marido quién en el último momento evitó que cayera al suelo. Mientras la sangre de la mujer que había amaba empezaba a manchar sus ropas, Selander pudo oír una última vez, como un susurro:
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          - Espero que sea suficiente.

Un escalofrío recorrió el cuerpo del cazador de demonios, aunque no reaccionó a tal estimulo.
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          - Fue culpa tuya… las abandonaste… - susurró en su cabeza el demonio del que se había comido el corazón.
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          - Cállate ya, Delbanis. – exclamó Selander con pesadez. Delbanis no era el nombre del demonio, pero el cazador de demonios se había otorgado el privilegio de renombrar al ser con el nombre de la madre de su esposa, por quién nunca había tenido gran simpatía. Humor de cazadores de demonios.

Con un movimiento rápido sacudió la sangre de su arma y la enfundó de nuevo a su espalda. Las energías viles succionadas de la súcubo ya estaban contenidas por los tatuajes que recorrían su cuerpo lo que le darían una fuerza y velocidad adicional de forma temporal. Era justo lo que necesitaba ahora, su inútil paseo por los recuerdos del pasado lo había entretenido demasiado y debía darse prisa por volver al templo oscuro. Sus maestros estaban preparándolos para una expedición a Mardum y no quería perdérselo. Siempre esperaba el momento en que se encontraría el demonio cuyo apetito nunca fue suficientemente saciado.



Selander Sendagris estaba preparado.


Escrito por: Vandante