martes, 23 de junio de 2015

Ricko Sietemares - Recuerdos en la tormenta (2.0)

(Flashback)

- ¡Al ladrón! - Gritaba el mercader de piel morena mientras corría por los callejones tropezando a causa de sus babuchas. - ¡Coged a ese ladrón!

El ladrón al que se refería le llevaba ya varias calles de ventaja y estaba seguro de que con un poco de suerte el mercader se cansaría y volvería a su puesto en la calle comercial. El chico esquivaba ágilmente cajas y barriles que se amontonaban en los callejones, encontrado un camino ahí donde otros encontrarían el paso bloqueado. La piel tostada del niño que se veía bajo las míseras ropas raídas estaba perlada por el sudor, generado más por el calor del sol que se encontraba en el punto más alto de su ruta que por la intensa carrera que estaba desarrollando.

Tras doblar dos esquinas más se metió en uno de los escondrijos que conocía, el hueco que se formaba entre un amplio alfeizar y un surco en el suelo que siempre quedaba tapado por un viejo carro cuyo propietario se debía haber olvidado de dónde lo había dejado. Se apretujo todo lo que pudo dentro del hueco, tratando de quedarse lo más quieto posible, mientras dejaba que su respiración se calmase y las voces del mercader se perdiesen en la distancia hasta desaparecer. Palpó el zurrón atado a su cuerpo para confirmar que su botín aún estaba ahí y suspiró aliviado al darse cuenta de que así era.

Cuando se hubo serenado y su cuerpo se había recuperado salió del escondrijo con cautela, siempre buscando a su alrededor la presencia oculta de algún guardia avispado que le hubiera visto meterse ahí. Tras asegurarse que estaba a salvo torció la esquina que le conducía a una empinada calle que desembocaba en el puerto. Más dejándose llevar por la gravedad que corriendo el chico recorrió los adoquines gastados hasta que se vio obligado a frenar para no caer al mar.

Esquivando las carretillas de pescado y los marineros beodos corrió sin descanso por tarimas y tablones, colándose por pasadizos tras los puestos mercantiles y buscando un camino que solo él conocía, por haberlo recorrido ya numerosas veces, y que lo llevaba a casa con rapidez. Había pasado casi toda su infancia en ese puerto. Mirando como los  grandiosos navíos y fragatas atracaban y se marchaban, como sus tripulaciones desembarcaban riendo y cantando, descargando mercancías, tropas o tesoros. Escuchando las historias de batallas, tormentas e islas con riquezas ocultas.

Pero ahora no tenía tiempo de mirar los barcos. No tenía tiempo de admirar su construcción, aprenderse cada bandera, cada nombre, el numero de cañones de cada uno. El chico llegó hasta el final del puerto donde empezaban las casuchas de más baja calidad y donde mendigos y borrachos se amontonaban para no dormir al raso. Llegó hasta su casa, que no era más que una placa metálica techando el espacio entre dos casuchas y una puerta y paredes improvisadas con madera y telas. Era un cubículo diminuto pero era lo único que habían podido encontrar para alojarles.

Apartó la cortina que les daba un poco de intimidad y la dejó atada a un lado para que entrara algo de luz al oscuro compartimento, pues era ya mediodía y su madre aun estaría en la cama. Un potente hedor le golpeó en la nariz. Su madre habría vuelto a defecarse encima. El niño suspiró acercándose al camastro de paja que le había preparado sacando el botín conseguido esa mañana: su comida de hoy. Abrió el zurrón sacando de él un par de melocotones cuyo olor no lograba tapar el de la habitación.

- Madre, he vuelto.- Dijo el niño arrodillándose frente a su madre. Le acercó el melocotón al rostro, esperando que el olor la despertara de su trance. Su madre estaba muy enferma. Al no poder pagar un médico no sabía que tenía pero cada vez iba a peor. Ya llevaba un tiempo que no podía levantarse de la cama y dormía gran parte del tiempo. Y cuando despertaba le costaba respirar, vomitaba y apenas tenía fuerzas para hablar. - Mira, he traído fruta. La fruta te gusta madre, come un poco.

- Ricko... Has vuelto... - Dijo su madre. Su voz era tan débil que apenas sobrepasaba el susurro. Palpó a ciegas el rostro de su hijo, asegurándose que no lloraba, que llorara por ella le dolería más que cualquier terrible enfermedad. Asió el melocotón con gran esfuerzo y se lo llevó a la boca para darle un pequeño mordisco pues no tendría energía para masticar pedazos grandes. Saboreó la dulce fruta que tantos recuerdos le traía y se le habría escapado una lágrima si sus ojos no estuvieran secos. Bien hecho... hijo... ¿Qué hora es?

- Es ya mediodía, madre. - Le decía Ricko quitándose el gorro rojo y dejando que sus cabellos rubios se desparramaran . - Deberías levantarte ya...

-No puedo cariño, sabes que no puedo... Déjame dormir un poco.... más... - Dijo su madre conteniendo un estertor. Le dolía que la viera así de débil e indefensa. Inútil hasta para cuidar a su hijo. Abrió un ojo para ver con orgullo el rostro de Ricko mientras este se dirigía a cerrar la cortina. Los cabellos dorados y los ojos azules como los de su padre y la tez broncínea como ella. Sería un hombre muy guapo cuando creciera, pensó sonriente pese a que su cuerpo se desgarraba por dentro. Ahogo un grito de dolor y en cambio exhaló un suspiro. - Tu padre pronto estará aquí.... Déjame dormir un poco más...

Ricko asintió a su madre. Había vuelto a hablar de su padre la semana anterior pese a que él los abandonó cuando ella estaba embarazada y nuca lo había mencionado apenas. Con la enfermedad volvió a surgir su nombre y el recuerdo del hombre. Pero Ricko sabía que nunca volvería. Nunca había aparecido durante su infancia y no lo haría ahora. Tampoco lo necesitaban, mientras él pudiera traerle comida a su madre... aunque ella comiera poco ahora...

Miró el rostro pálido y congestionado de la mujer deseando que se pusiera bien. Aprovechó que dormía para limpiar el cubículo, deshacerse del origen del hedor y ordenar. Cuando hubo terminado volvió a arrodillarse junto a su madre, reposando su cabeza en el hombro de ella. Su idea era solo reposar un poco pero terminó durmiéndose también.

Cuando despertó era ya entrada la tarde. Los rayos del sol se filtraban por las fisuras de las endebles paredes. Ricko levantó la cabeza lentamente, frotándose los ojos legañosos y bostezando. Miró a su madre. Ella parecía tranquila, durmiendo aún. Su piel antaño broncínea había empalidecido hasta adoptar el color de la espuma del mar.

-Madre, despierta. -Dijo sacudiéndola suavemente. - Tienes que comer algo, aunque sea un poco. - Al no responder Ricko la sacudió un poco más. - ¿Madre? Madre despierta. - Sin respuesta. Ricko vio que ella no respiraba, pero no quiso darle importancia, su respiración había sido débil desde que empezó a enfermar. Tampoco quiso ver que su tez estaba más pálida que nunca y que sus labios empezaban a ponerse azules. Solo podía llamar a su madre, luchando para no ver aquello que no quería ver. - ¡Madre despierta! ¡MADRE! - De sus ojos cayeron grandes lagrimones que mojaron el suelo y la cama. - ¡MAAADREEEEE¡

La luz inundó la habitación de repente, alguien había apartado la cortina dejando que el sol de la tarde bañara el diminuto cubículo. Ricko se volvió enfadado, ¿Quién venía a molestar justo ahora? Al girarse chocó con unas piernas vestidas con pantalones bombachos y enfundadas en unas botas de caña alta. Con los ojos llenos de lágrimas pudo ver una casaca azul llegaba hasta la cintura.

¿Padre? pensó Ricko. ¿A qué venía ahora? Ahora que ella ya no estaba. Pero fue una voz de mujer la que habló.

- ¿Cómo te llamas chico? - exigió saber la mujer de pelo largo y oscuro.

- Ricko. - Respondió entre sollozos. Al instante se paró a pensar porque le había respondido. Su madre le había dicho siempre que no hablara con desconocidos. Miró desconfiado el rostro de la mujer, limpiándose las lágrimas de los ojos, pero en los ojos de ella solo había bondad, fría y dura pero bondad al fin y al cabo.

- ¿Cuántos años tienes, Ricko? - Le preguntó agachándose para que sus ojos quedaran a la misma altura.

Ricko levantó una mano, mostrando sus cinco dedos en alto mientras con la otra solo levantaba un dedo. En ese momento otra mujer entró en el cubículo. La recién llegada tenía el pelo rubio recogido en una coleta y vestía elegantemente. Sin percibir a Ricko se dirigió a su compañera.

-Catherine, ¿Qué estas hacien...? - Elisabeth se calló al ver el cadáver de la mujer y al darse cuenta del crio frente al cual estaba agachada la almirante. Rápidamente entendió la situación y volvió a salir para dejarles solos.

Catherine pasó una mano acariciando los mechones rubios de Ricko mientras esbozó una sonrisa.

-Dime Ricko: ¿Has oído hablar de los Espadas de la Tormenta? - Cuando el chico negó con la cabeza preguntó de nuevo sin perder la sonrisa. - ¿Te gustaría aprender a navegar por los siete mares?


(Fin de Flashback)



-¡Coge el timón! - gritaba la Almirate Catherine con su potente voz. - ¡Maldita sea Ricko! ¡Coge el timón!

Ricko Sietemares sonrió. Hacía tiempo que no recordaba a su madre y el recuerdo de ella siempre le producía una mezcla de sensaciones. Pues el día que la perdió fue el día que entró en los Espadas de la Tormenta, su nueva familia. Y junto a ellos creció. Aprendiendo a navegar bajo la tutela de la misma Almirante Catherine, surcando los mares y enfrentándose a piratas. Sobreviviendo a la más cruenta de las situaciones.

Eso le recordó... que quizás en mitad de una tormenta no era el mejor momento para ponerse a recordar.

Dejando que la lluvia lo empapara y los truenos le dieran fuerzas gritó a la tripulación para inspirarla:


- ¡Vamos bastardos! - Reía mientras giraba la rueda del timón. - ¡Esta tormenta no es nada! ¡La suerte nos acompaña!