(Flashback)
- ¡Al ladrón! - Gritaba el
mercader de piel morena mientras corría por los callejones tropezando a causa
de sus babuchas. - ¡Coged a ese ladrón!
El ladrón al que se refería
le llevaba ya varias calles de ventaja y estaba seguro de que con un poco de
suerte el mercader se cansaría y volvería a su puesto en la calle comercial. El
chico esquivaba ágilmente cajas y barriles que se amontonaban en los
callejones, encontrado un camino ahí donde otros encontrarían el paso
bloqueado. La piel tostada del niño que se veía bajo las míseras ropas raídas
estaba perlada por el sudor, generado más por el calor del sol que se
encontraba en el punto más alto de su ruta que por la intensa carrera que
estaba desarrollando.
Tras doblar dos esquinas más
se metió en uno de los escondrijos que conocía, el hueco que se formaba entre
un amplio alfeizar y un surco en el suelo que siempre quedaba tapado por un
viejo carro cuyo propietario se debía haber olvidado de dónde lo había dejado.
Se apretujo todo lo que pudo dentro del hueco, tratando de quedarse lo más
quieto posible, mientras dejaba que su respiración se calmase y las voces del
mercader se perdiesen en la distancia hasta desaparecer. Palpó el zurrón atado
a su cuerpo para confirmar que su botín aún estaba ahí y suspiró aliviado al
darse cuenta de que así era.
Cuando se hubo serenado y su
cuerpo se había recuperado salió del escondrijo con cautela, siempre buscando a
su alrededor la presencia oculta de algún guardia avispado que le hubiera visto
meterse ahí. Tras asegurarse que estaba a salvo torció la esquina que le
conducía a una empinada calle que desembocaba en el puerto. Más dejándose
llevar por la gravedad que corriendo el chico recorrió los adoquines gastados
hasta que se vio obligado a frenar para no caer al mar.
Esquivando las carretillas
de pescado y los marineros beodos corrió sin descanso por tarimas y tablones,
colándose por pasadizos tras los puestos mercantiles y buscando un camino que
solo él conocía, por haberlo recorrido ya numerosas veces, y que lo llevaba a
casa con rapidez. Había pasado casi toda su infancia en ese puerto. Mirando
como los grandiosos navíos y fragatas
atracaban y se marchaban, como sus tripulaciones desembarcaban riendo y
cantando, descargando mercancías, tropas o tesoros. Escuchando las historias de
batallas, tormentas e islas con riquezas ocultas.
Pero ahora no tenía tiempo
de mirar los barcos. No tenía tiempo de admirar su construcción, aprenderse
cada bandera, cada nombre, el numero de cañones de cada uno. El chico llegó
hasta el final del puerto donde empezaban las casuchas de más baja calidad y
donde mendigos y borrachos se amontonaban para no dormir al raso. Llegó hasta
su casa, que no era más que una placa metálica techando el espacio entre dos
casuchas y una puerta y paredes improvisadas con madera y telas. Era un
cubículo diminuto pero era lo único que habían podido encontrar para alojarles.
Apartó la cortina que les
daba un poco de intimidad y la dejó atada a un lado para que entrara algo de
luz al oscuro compartimento, pues era ya mediodía y su madre aun estaría en la
cama. Un potente hedor le golpeó en la nariz. Su madre habría vuelto a
defecarse encima. El niño suspiró acercándose al camastro de paja que le había
preparado sacando el botín conseguido esa mañana: su comida de hoy. Abrió el
zurrón sacando de él un par de melocotones cuyo olor no lograba tapar el de la
habitación.
- Madre, he vuelto.- Dijo el
niño arrodillándose frente a su madre. Le acercó el melocotón al rostro,
esperando que el olor la despertara de su trance. Su madre estaba muy enferma.
Al no poder pagar un médico no sabía que tenía pero cada vez iba a peor. Ya
llevaba un tiempo que no podía levantarse de la cama y dormía gran parte del
tiempo. Y cuando despertaba le costaba respirar, vomitaba y apenas tenía
fuerzas para hablar. - Mira, he traído fruta. La fruta te gusta madre, come un
poco.
- Ricko... Has vuelto... -
Dijo su madre. Su voz era tan débil que apenas sobrepasaba el susurro. Palpó a
ciegas el rostro de su hijo, asegurándose que no lloraba, que llorara por ella
le dolería más que cualquier terrible enfermedad. Asió el melocotón con gran
esfuerzo y se lo llevó a la boca para darle un pequeño mordisco pues no tendría
energía para masticar pedazos grandes. Saboreó la dulce fruta que tantos recuerdos
le traía y se le habría escapado una lágrima si sus ojos no estuvieran secos. - Bien hecho... hijo... ¿Qué hora es?
- Es ya mediodía, madre. -
Le decía Ricko quitándose el gorro rojo y dejando que sus cabellos rubios se
desparramaran . - Deberías levantarte ya...
-No puedo cariño, sabes que
no puedo... Déjame dormir un poco.... más... - Dijo su madre conteniendo un
estertor. Le dolía que la viera así de débil e indefensa. Inútil hasta para
cuidar a su hijo. Abrió un ojo para ver con orgullo el rostro de Ricko mientras
este se dirigía a cerrar la cortina. Los cabellos dorados y los ojos azules
como los de su padre y la tez broncínea como ella. Sería un hombre muy guapo
cuando creciera, pensó sonriente pese a que su cuerpo se desgarraba por dentro.
Ahogo un grito de dolor y en cambio exhaló un suspiro. - Tu padre pronto estará
aquí.... Déjame dormir un poco más...
Ricko asintió a su madre.
Había vuelto a hablar de su padre la semana anterior pese a que él los abandonó
cuando ella estaba embarazada y nuca lo había mencionado apenas. Con la
enfermedad volvió a surgir su nombre y el recuerdo del hombre. Pero Ricko sabía
que nunca volvería. Nunca había aparecido durante su infancia y no lo haría
ahora. Tampoco lo necesitaban, mientras él pudiera traerle comida a su madre...
aunque ella comiera poco ahora...
Miró el rostro pálido y
congestionado de la mujer deseando que se pusiera bien. Aprovechó que dormía
para limpiar el cubículo, deshacerse del origen del hedor y ordenar. Cuando
hubo terminado volvió a arrodillarse junto a su madre, reposando su cabeza en
el hombro de ella. Su idea era solo reposar un poco pero terminó durmiéndose
también.
Cuando despertó era ya
entrada la tarde. Los rayos del sol se filtraban por las fisuras de las
endebles paredes. Ricko levantó la cabeza lentamente, frotándose los ojos
legañosos y bostezando. Miró a su madre. Ella parecía tranquila, durmiendo aún.
Su piel antaño broncínea había empalidecido hasta adoptar el color de la espuma
del mar.
-Madre, despierta. -Dijo
sacudiéndola suavemente. - Tienes que comer algo, aunque sea un poco. - Al no
responder Ricko la sacudió un poco más. - ¿Madre? Madre despierta. - Sin
respuesta. Ricko vio que ella no respiraba, pero no quiso darle importancia, su
respiración había sido débil desde que empezó a enfermar. Tampoco quiso ver que
su tez estaba más pálida que nunca y que sus labios empezaban a ponerse azules.
Solo podía llamar a su madre, luchando para no ver aquello que no quería ver. -
¡Madre despierta! ¡MADRE! - De sus ojos cayeron grandes lagrimones que mojaron
el suelo y la cama. - ¡MAAADREEEEE¡
La luz inundó la habitación
de repente, alguien había apartado la cortina dejando que el sol de la tarde bañara el diminuto cubículo. Ricko se volvió enfadado, ¿Quién venía a molestar
justo ahora? Al girarse chocó con unas piernas vestidas con pantalones
bombachos y enfundadas en unas botas de caña alta. Con los ojos llenos de
lágrimas pudo ver una casaca azul llegaba hasta la cintura.
¿Padre? pensó Ricko. ¿A qué
venía ahora? Ahora que ella ya no estaba. Pero fue una voz de mujer la que
habló.
- ¿Cómo te llamas chico? -
exigió saber la mujer de pelo largo y oscuro.
- Ricko. - Respondió entre
sollozos. Al instante se paró a pensar porque le había respondido. Su madre le
había dicho siempre que no hablara con desconocidos. Miró desconfiado el rostro
de la mujer, limpiándose las lágrimas de los ojos, pero en los ojos de ella
solo había bondad, fría y dura pero bondad al fin y al cabo.
- ¿Cuántos años tienes,
Ricko? - Le preguntó agachándose para que sus ojos quedaran a la misma altura.
Ricko levantó una mano, mostrando
sus cinco dedos en alto mientras con la otra solo levantaba un dedo. En ese
momento otra mujer entró en el cubículo. La recién llegada tenía el pelo rubio
recogido en una coleta y vestía elegantemente. Sin percibir a Ricko se dirigió
a su compañera.
-Catherine, ¿Qué estas
hacien...? - Elisabeth se calló al ver el cadáver de la mujer y al darse cuenta
del crio frente al cual estaba agachada la almirante. Rápidamente entendió la
situación y volvió a salir para dejarles solos.
Catherine pasó una mano
acariciando los mechones rubios de Ricko mientras esbozó una sonrisa.
-Dime Ricko: ¿Has oído
hablar de los Espadas de la Tormenta? - Cuando el chico negó con la cabeza
preguntó de nuevo sin perder la sonrisa. - ¿Te gustaría aprender a navegar por
los siete mares?
(Fin de Flashback)
-¡Coge el timón! - gritaba la
Almirate Catherine con su potente voz. - ¡Maldita sea Ricko! ¡Coge el timón!
Ricko Sietemares sonrió.
Hacía tiempo que no recordaba a su madre y el recuerdo de ella siempre le
producía una mezcla de sensaciones. Pues el día que la perdió fue el día que
entró en los Espadas de la Tormenta, su nueva familia. Y junto a ellos creció. Aprendiendo a
navegar bajo la tutela de la misma Almirante Catherine, surcando los mares y
enfrentándose a piratas. Sobreviviendo a la más cruenta de las situaciones.
Eso le recordó... que quizás
en mitad de una tormenta no era el mejor momento para ponerse a recordar.
Dejando que la lluvia lo
empapara y los truenos le dieran fuerzas gritó a la tripulación para
inspirarla:
- ¡Vamos bastardos! - Reía
mientras giraba la rueda del timón. - ¡Esta tormenta no es nada! ¡La suerte nos
acompaña!