El
viento soplaba levemente, haciendo que las briznas de hierba
temblaran en un baile nocturno. La ciudadela entera estaba en
silencio, como si una burbuja la hubiera atrapado en el tiempo. Cada
habitante del fuerte seguía con sus rutinas: los guardias
patrullaban por las murallas, los obreros volvían cansados tras un
duro día de trabajo, el perro Pippers buscaba nuevos sitios donde
esconder huesos, suministros del puesto comercial y las botas que
robaba de los soldados incautos. Los viajeros recién llegados se
equipaban para un nuevo viaje a las tierras del sur. Sólo Joe estaba
fuera de lugar.
Joe
Garkov estaba sentado en el suelo, dejando que el frío viento le
erizara la piel y le revolviera su lacio y largo cabello, sucio tras
el viaje. Habían vuelto ese mismo día de las salvajes espesuras de
Gorgrond. Donde tras apostar sus vidas en numerosas ocasiones y
luchar contra hordas de criaturas vegetales habían sido
recompensados con un estrepitoso fracaso. No solo no habían
encontrado lo que buscaban allí sí no que además habían perdido
compañeros en el intento. La frustración se había adueñado del
grupo.
Joe
había partido con el grupo en primer lugar para vivir aventuras. Le
habían contratado como guardia, como escolta y protección en caso
de problemas, pues al sitio al que iban era peligroso. Pero su
verdadero motivo para ir era el de demostrarle a Simon que podía
vivir una vida emocionante, como la de los héroes de los que se
reían a menudo en la taberna, y volver con vida. Simon había sido
su compañero desde hacía años. Juntos habían recorrido la mitad
de tabernas de Azeroth, formando un dúo genuino de matón y timador.
Simon era bueno con las cartas, pero aún mejor haciendo trampas. Y
lo que hacía aún mejor era beber. Entre los dos habían montado
competiciones de beber cerveza en las que solo se ganaba cuando el
otro caía enfermo al suelo.
Juntos
habían cruzado el portal cuando se solicitaron fuerzas para el nuevo
mundo. "Ha llegado el momento de ver nuevos horizontes , Simon"
le dijo. Pese a no estar convencido, Simon le siguió. Él era más
hombre de una sola taberna, si por él fuera seguirían en el León
Dorado timando a los granjeros. Era Joe el que le llevaba arriba y
abajo, buscando nuevas tabernas en las que establecerse un tiempo,
antes de que los trucos de Simon fueran descubiertos y se vieran
obligados a huir de nuevo. A veces no tenían otra opción que dormir
al raso, en la intemperie. En esas noches era Joe el que los
resguardaba, era él el que los calentaba y conseguía comida. Y
mirando a Joe era como conseguía dormirse Simon, con esa
sonrisa deslumbrante.
Aún
recordaba la cara que puso cuando le dijo que se marchaba de
expedición. Al principio no le creyó. Se rió pensando que era otra
de sus bromas. Luego se asustó. Era la primera vez que se separaban
en años. Joe pensaba que estaba teniendo miedo por su vida pero por
la que temía era por la de él. Pese a no saber luchar, Simon
conocía remedios naturales y primeros auxilios. Básicamente si Joe
seguía entero era gracias a las curas de Simon. Y si Simon seguía
vivo era por la protección de Joe. Y ahora esa comunión se iba a
romper. Simon le pidió que no fuera, no tenía nada que demostrar,
que se quedara con él bebiendo en la taberna. Pero sus palabras solo
hicieron decidirse más a Joe. Pese a saber que Simon no podía
seguirle, pese a saber que podía no volver a verle. Estaba decidido
a enseñarle que se podía vivir del modo que uno quisiera. Joe
marchó y Simon se quedó.
Y
ahora Joe estaba vivo y era Simon el que había muerto.
El
matón de taberna abrió los ojos, aún sentado en el suelo en el
cementerio. A su lado, una jarra de cerveza, aún intacta. Miró
fijamente a la lápida frente suyo, la lápida de Simon. Era una
piedra lisa, algo sencillo con algunos relieves predefinidos y el
nombre del difunto. Las palabras "Muerto en combate"
aparecían bajo el nombre. Qué ironía, pensó Joe, Simon no había
sabido empuñar un arma en su vida. Aún así, le pusieron la
inscripción, al igual que todos los que morían más allá del
portal.
Simon
no había muerto en combate porque Simon no sabía luchar. Según le
habían contado, quedó atrapado en un incendio cuando unos seres
alados asaltaron la ciudadela. Los destrozos de este ataque aún
estaban presentes allí donde mirara Joe: árboles y estructuras
parcialmente quemadas, las piedras ennegrecidas por el humo, plumas
entre los matojos y la fuente de la plaza completamente destruida.
Cerró
los puños con fuerza, evitando que se le escaparan las lágrimas de
los ojos. No pudo evitar, sin embargo, que su visión se empañara
con cada recuerdo de Simon que le afloraba en la mente. No podía
dejar de imaginarle. Sólo, rodeado entre las llamas, con la angustia
y el miedo reflejados en su rostro. Su carne ardiendo mientras desde
el cielo llegaban las carcajadas de los pajarracos lanza fuego.
De
repente un resorte se disparó en la cabeza de Joe. Los pajarracos,
arrakoa los llamaban... Joe notó como toda su pena y tristeza se
transformaban en ira y rabia. Ira y rabia que en origen apuntaban
hacia él, por haber dejado solo a Simon, pero que pronto adquirieron
un nuevo objetivo: Los arrakoa. Esas malditas criaturas pagarían por
lo que le habían hecho, por lo que le habían hecho a Simon. Por
cada sonrisa que Simon ya no podría ofrecerle Joe enterraría diez
calaveras de los pajarracos. Su pala se abriría camino entre sus
carnes emplumadas y los haría arder como ardió su amigo.
Joe
se levantó con la jarra de cerveza en la mano. Se dispuso a beber
pero paró en el último instante y vertió su contenido sobre la
tumba de Simon.
-
Toma un último trago, compañero. - Él no volvería a tener otro
hasta haber completado su venganza.
Arrojó
la jarra lejos y recogió su pala. Tenía mucho que preparar y poco
tiempo antes de partir.