martes, 17 de marzo de 2015

Una jarra de tristeza y rabia - Joe Garkov

El viento soplaba levemente, haciendo que las briznas de hierba temblaran en un baile nocturno. La ciudadela entera estaba en silencio, como si una burbuja la hubiera atrapado en el tiempo. Cada habitante del fuerte seguía con sus rutinas: los guardias patrullaban por las murallas, los obreros volvían cansados tras un duro día de trabajo, el perro Pippers buscaba nuevos sitios donde esconder huesos, suministros del puesto comercial y las botas que robaba de los soldados incautos. Los viajeros recién llegados se equipaban para un nuevo viaje a las tierras del sur. Sólo Joe estaba fuera de lugar.

Joe Garkov estaba sentado en el suelo, dejando que el frío viento le erizara la piel y le revolviera su lacio y largo cabello, sucio tras el viaje. Habían vuelto ese mismo día de las salvajes espesuras de Gorgrond. Donde tras apostar sus vidas en numerosas ocasiones y luchar contra hordas de criaturas vegetales habían sido recompensados con un estrepitoso fracaso. No solo no habían encontrado lo que buscaban allí sí no que además habían perdido compañeros en el intento. La frustración se había adueñado del grupo.

Joe había partido con el grupo en primer lugar para vivir aventuras. Le habían contratado como guardia, como escolta y protección en caso de problemas, pues al sitio al que iban era peligroso. Pero su verdadero motivo para ir era el de demostrarle a Simon que podía vivir una vida emocionante, como la de los héroes de los que se reían a menudo en la taberna, y volver con vida. Simon había sido su compañero desde hacía años. Juntos habían recorrido la mitad de tabernas de Azeroth, formando un dúo genuino de matón y timador. Simon era bueno con las cartas, pero aún mejor haciendo trampas. Y lo que hacía aún mejor era beber. Entre los dos habían montado competiciones de beber cerveza en las que solo se ganaba cuando el otro caía enfermo al suelo.

Juntos habían cruzado el portal cuando se solicitaron fuerzas para el nuevo mundo. "Ha llegado el momento de ver nuevos horizontes , Simon" le dijo. Pese a no estar convencido, Simon le siguió. Él era más hombre de una sola taberna, si por él fuera seguirían en el León Dorado timando a los granjeros. Era Joe el que le llevaba arriba y abajo, buscando nuevas tabernas en las que establecerse un tiempo, antes de que los trucos de Simon fueran descubiertos y se vieran obligados a huir de nuevo. A veces no tenían otra opción que dormir al raso, en la intemperie. En esas noches era Joe el que los resguardaba, era él el que los calentaba y conseguía comida. Y mirando a Joe  era como conseguía dormirse Simon, con esa sonrisa deslumbrante.

Aún recordaba la cara que puso cuando le dijo que se marchaba de expedición. Al principio no le creyó. Se rió pensando que era otra de sus bromas. Luego se asustó. Era la primera vez que se separaban en años. Joe pensaba que estaba teniendo miedo por su vida pero por la que temía era por la de él. Pese a no saber luchar, Simon conocía remedios naturales y primeros auxilios. Básicamente si Joe seguía entero era gracias a las curas de Simon. Y si Simon seguía vivo era por la protección de Joe. Y ahora esa comunión se iba a romper. Simon le pidió que no fuera, no tenía nada que demostrar, que se quedara con él bebiendo en la taberna. Pero sus palabras solo hicieron decidirse más a Joe. Pese a saber que Simon no podía seguirle, pese a saber que podía no volver a verle. Estaba decidido a enseñarle que se podía vivir del modo que uno quisiera. Joe marchó y Simon se quedó.

Y ahora Joe estaba vivo y era Simon el que había muerto.

El matón de taberna abrió los ojos, aún sentado en el suelo en el cementerio. A su lado, una jarra de cerveza, aún intacta. Miró fijamente a la lápida frente suyo, la lápida de Simon. Era una piedra lisa, algo sencillo con algunos relieves predefinidos y el nombre del difunto. Las palabras "Muerto en combate" aparecían bajo el nombre. Qué ironía, pensó Joe, Simon no había sabido empuñar un arma en su vida. Aún así, le pusieron la inscripción, al igual que todos los que morían más allá del portal.

Simon no había muerto en combate porque Simon no sabía luchar. Según le habían contado, quedó atrapado en un incendio cuando unos seres alados asaltaron la ciudadela. Los destrozos de este ataque aún estaban presentes allí donde mirara Joe: árboles y estructuras parcialmente quemadas, las piedras ennegrecidas por el humo, plumas entre los matojos y la fuente de la plaza completamente destruida.

Cerró los puños con fuerza, evitando que se le escaparan las lágrimas de los ojos. No pudo evitar, sin embargo, que su visión se empañara con cada recuerdo de Simon que le afloraba en la mente. No podía dejar de imaginarle. Sólo, rodeado entre las llamas, con la angustia y el miedo reflejados en su rostro. Su carne ardiendo mientras desde el cielo llegaban las carcajadas de los pajarracos lanza fuego.

De repente un resorte se disparó en la cabeza de Joe. Los pajarracos, arrakoa los llamaban... Joe notó como toda su pena y tristeza se transformaban en ira y rabia. Ira y rabia que en origen apuntaban hacia él, por haber dejado solo a Simon, pero que pronto adquirieron un nuevo objetivo: Los arrakoa. Esas malditas criaturas pagarían por lo que le habían hecho, por lo que le habían hecho a Simon. Por cada sonrisa que Simon ya no podría ofrecerle Joe enterraría diez calaveras de los pajarracos. Su pala se abriría camino entre sus carnes emplumadas y los haría arder como ardió su amigo.

Joe se levantó con la jarra de cerveza en la mano. Se dispuso a beber pero paró en el último instante y vertió su contenido sobre la tumba de Simon.

- Toma un último trago, compañero. - Él no volvería a tener otro hasta haber completado su venganza.

Arrojó la jarra lejos y recogió su pala. Tenía mucho que preparar y poco tiempo antes de partir.