¡Oye!
¡Si, tú, acércate! He visto que me mirabas desde la otra punta de
la taberna.. ¡Ja! ¿Qué te sorprende? ¡Ni que fuese tan raro ver a
una chica con gafas gnómicas de aviador y una enorme ballesta en los
tiempos que corren! Pero te veo intrigado… ¡Hagamos un trato!
Pídeme una copa, que yo te iré contando. ¿Juegas Hearthstone?
¡Genial! ¡Pues ve barajando! Si te portas bien te contaré por qué
en la puerta de mi casa hay un cráneo atravesado con una flecha.
Me
llamo Eirene Láscaris, y aunque me veas deambulando por Ventormenta
como un gnomo por una cacharrería, no soy de esta ciudad. Soy de la
vieja y orgullosa Lordaeron, y vengo de una familia casi tan vieja y
tan orgullosa como mi tierra. Mi padre es Konstantinos Láscaris.
¿Qué? ¿Que no te suena ni siquiera el apellido? ¿Y tú en qué
mundo vives? Mi padre es el descendiente de una gran estirpe de
criadores de caballos, allá en Lordaeron. Allí pasé gran parte de
mi infancia, ya sabes, en la granja, correteando de un lugar a otro.
Teníamos a varios peones que nos ayudaban con la crianza de los
animales, y a llevarlos por los mercados. Visto desde la perspectiva
de hoy en día, no nos iba nada mal, supongo, aunque padre siempre
estaba refunfuñando. Que si los caballos necesitaban nuevos
alimentos, que si los precios eran muy bajos, que si los peones
querían siempre subidas de sueldo… Oh, vamos, no seas muy duro
juzgándolo. Era otra época, y a pesar de no vivir mal, los señores
del norte estaban buscando nuevas formas de negocio. Si hubiesemos
sabido lo que pasaría al poco, nos hubiésemos conformado, sin duda.
Por
este entonces yo era una cría. Nueve añitos, aunque ya me habían
inculcado esas odiosas convicciones sociales y morales en vistas a
casarme. ¡Casarme yo! ¡Que asco! Tocaba el piano y me obligaban a
ir a clases de baile, aunque yo lo detestaba con toda mi alma.
Simplemente deseaba salir a montar a caballo o escaparme al bosque
con una vieja ballesta de madera carcomida que encontré una vez en
el bosque. Como si fuese mi tesoro la escondí allí, y creo que
disfruté como nunca con esas escapadas. Aunque siempre procuraba
volver a casa antes del anochecer, una vez se me hizo tarde, y acabé
perdida en el bosque. La bronca que me echó padre fue enorme. Sin
embargo, madre era tan buena…
¿Por
donde iba? Ah, si. Por el tema de mi educación. Estaba
deseando casi lo que pasó después. Ah, pero no me mires así. No es
que estuviese deseando que una plaga de muertos vivientes arrasase
las tierras donde vivía, matando a la gente a la que en algún modo
apreciaba y acabando con todo atisbo de civilización para no dar
clase de piano. ¡No soy tan mimada, oye! Simplemente pensaba que no
podría aguantar así mucho tiempo, y que debería pasar algo que me
hiciese cambiar de estilo de vida. Y vaya si pasó. Lo que antes era
una vida de trabajo criando caballos, de negocios, de comerciantes y
de actos sociales pronto se trasformó en algo muy distinto. Nosotros
vivíamos en el sur de Lordaeron, en una pequeña granja en
algún punto entre Villa Darrow y Cruce de Corin. Es curioso, pero he
acabado por olvidar el emplazamiento exacto de nuestra granja. Bueno,
por dicho. Esta parte la tengo algo borrosa, era muy pequeña y
posiblemente mi padre pueda relatártela mejor pero...fue horrible.
Al principio el miedo y los rumores, que empezaban a calar entre la
población de las dispersas granjas. Nadie sabía lo que pasaba: unos
decían que los trols del bosque habían invadido Lordaeron, otros
hablaban de una maldición de alguna antigua deidad de la zona contra
los aldeanos, otros de muertos que se levantaban de sus tumbas…
Hasta que la realidad se hizo palpable y nos pegó en las narices.
Fue
una de aquellas veces en las que, desobedeciendo a mi padre, salí al
bosque a tirar con arco. Estaba tan tranquilo… lo recuerdo con
claridad. Me sorprendió que a esas horas de la tarde no se escuchase
ni el piar de un simple pájaro. Llegué a donde tenía puestas
varias dianas improvisadas y comencé a tirar, olvidándome por un
rato de los rumores y de los miedos. Hasta que una figura pasó
fugazmente tras la diana. Mi ballesta cayó al suelo, y tras
levantarme de recogerla me encontré con Tom, uno de los peones más
jóvenes de mi padre, mirándome fijamente tras la diana. Te juro que
el susto que me llevé solo fue superado por el alivio al ver una
cara conocida. No sospeché nada cuando echó a andar hacia mí, y
debí haberlo hecho al ver su rostro demacrado y sucio y la herida
que tenía en el brazo, a la altura del codo, y que se mostraba a
través de la desgarrada tela. Iba a preguntarle por ella cuando se
me echó encima. Grité e intenté forcejear, pero era solo una cría.
A duras penas le rogué que parara pero él no solo no lo hacía
sino que intentaba cogerme con sus manos y atraerme hacia su boca.
Llorando logré poner mis botas de cuero bajo su barbilla y tirar de
él hacia atrás, con un grito, momento en el que escuché un disparo
y vi como la cabeza de Tom volaba en mil pedazos. Me giré. Ahí
estaba padre, con varios de sus peones y Hargrave, el viejo capataz.
Me encogí esperando la regañina pero solo me dijo que nos teníamos
que poner en marcha, que corríamos peligro. Que teníamos que
fortificar la granja y esperar la ayuda.
Se
lo que estás pensando y sí, tuve mucha suerte. No solo entonces,
sino también después, porque pareció que se nos venía el mundo
encima. A pesar de haber fortificado las vallas de madera y de armar
a nuestros peones, el infierno pareció desatarse en nuestra granja
cuando esas cosas llegaron. Como un cuentagotas primero, y después
en grandes masas de comecarnes, las barricadas, en un principio bien
defendidas, terminaron por caer en un punto. Yo ya colaboraba
activamente en la defensa, atravesando cráneos con las
flechas. No estaba quieta. No podía estarlo. Me sentía culpable por
haber deseado esto, tanto que ahora me creía obligada a ayudar a
solucionarlo. Cuando la resistencia se vino abajo, la casa cayó y la
cosa se puso fea, padre me obligó a meterme dentro de los establos
junto con madre, creía que estaríamos más seguras allí. Se
equivocó. Cuando llegué a las caballerizas me dediqué a observar,
muerta de miedo, el reguero de sangre que había en el suelo y que
conducía al exterior. De madre, ni rastro. Por más que la llamé no
pude dar con ella, y la mirada de desesperanza de padre cuando
comprendió que no estaba allí me hizo echarme a llorar. Pero él,
dedicido y seguro, me cogió de los hombros y me pidió que le
ayudase a uncir los caballos a un carro. Nos montamos, y acompañados
de los pocos supervivientes y con un gran bulto en la parte de atrás
de la carreta, nos alejamos. Nunca supimos nada de madre.
Espera.
No sigas por ahí. ¿Crees que la abandonamos a su suerte? No. Padre
era consciente de que un segundo más y moriríamos todos. Él hizo
lo que era mejor para mi, su única hija. Después de dejar el carro
y a mí misma en un campamento de la Mano de Plata salió
con un caballo a buscarla, y volvió al día siguiente. Sin ella.
Nos
dirigimos al sur, a Ventormenta, donde padre destapó el gran fardo
que había ten la carreta. Era parte del tesoro familiar, que nos
permitiría empezar de cero aquí, en esta ciudad. Tras comprar una
casita y un terreno, que nos da para ir viviendo, padre ha partido
hacia el norte en busca de los que intentan llevar la cruzada a
esas tierras. Yo sin embargo, cada día me aburro más. La fiesta, el
Hearthstone y la bebida ya no me llenan, quiero ansias de aventura,
quiero vivir, quiero sentir mis flechas acabar con nuestros enemigos.
¿Sabes? He oído que el Portal Oscuro está escupiendo orcos
marrones y que quizá el Rey Varian envíe una expedición… Quizá
me anime y cruce el portal yo también.
Sé
que he saltado de una época a otra, y se también que aún no te he
contado por qué una cabeza de orco atravesada por una flecha adorna
la entrada de mi casita. Si vuelvo del otro lado del Portal, y me
invitas a otra copa… ¡Prometo contártelo!
Escrito por Lascaris