domingo, 22 de febrero de 2015

Crónicas de barra (Parte 1) - Eirene Láscaris


¡Oye! ¡Si, tú, acércate! He visto que me mirabas desde la otra punta de la taberna.. ¡Ja! ¿Qué te sorprende? ¡Ni que fuese tan raro ver a una chica con gafas gnómicas de aviador y una enorme ballesta en los tiempos que corren! Pero te veo intrigado… ¡Hagamos un trato! Pídeme una copa, que yo te iré contando. ¿Juegas Hearthstone? ¡Genial! ¡Pues ve barajando! Si te portas bien te contaré por qué en la puerta de mi casa hay un cráneo atravesado con una flecha.

Me llamo Eirene Láscaris, y aunque me veas deambulando por Ventormenta como un gnomo por una cacharrería, no soy de esta ciudad. Soy de la vieja y orgullosa Lordaeron, y vengo de una familia casi tan vieja y tan orgullosa como mi tierra. Mi padre es Konstantinos Láscaris. ¿Qué? ¿Que no te suena ni siquiera el apellido? ¿Y tú en qué mundo vives? Mi padre es el descendiente de una gran estirpe de criadores de caballos, allá en Lordaeron. Allí pasé gran parte de mi infancia, ya sabes, en la granja, correteando de un lugar a otro. Teníamos a varios peones que nos ayudaban con la crianza de los animales, y a llevarlos por los mercados. Visto desde la perspectiva de hoy en día, no nos iba nada mal, supongo, aunque padre siempre estaba refunfuñando. Que si los caballos necesitaban nuevos alimentos, que si los precios eran muy bajos, que si los peones querían siempre subidas de sueldo… Oh, vamos, no seas muy duro juzgándolo. Era otra época, y a pesar de no vivir mal, los señores del norte estaban buscando nuevas formas de negocio. Si hubiesemos sabido lo que pasaría al poco, nos hubiésemos conformado, sin duda.

Por este entonces yo era una cría. Nueve añitos, aunque ya me habían inculcado esas odiosas convicciones sociales y morales en vistas a casarme. ¡Casarme yo! ¡Que asco! Tocaba el piano y me obligaban a ir a clases de baile, aunque yo lo detestaba con toda mi alma. Simplemente deseaba salir a montar a caballo o escaparme al bosque con una vieja ballesta de madera carcomida que encontré una vez en el bosque. Como si fuese mi tesoro la escondí allí, y creo que disfruté como nunca con esas escapadas. Aunque siempre procuraba volver a casa antes del anochecer, una vez se me hizo tarde, y acabé perdida en el bosque. La bronca que me echó padre fue enorme. Sin embargo, madre era tan buena…

¿Por donde iba? Ah, si. Por el tema de mi educación.  Estaba deseando casi lo que pasó después. Ah, pero no me mires así. No es que estuviese deseando que una plaga de muertos vivientes arrasase las tierras donde vivía, matando a la gente a la que en algún modo apreciaba y acabando con todo atisbo de civilización para no dar clase de piano. ¡No soy tan mimada, oye! Simplemente pensaba que no podría aguantar así mucho tiempo, y que debería pasar algo que me hiciese cambiar de estilo de vida. Y vaya si pasó. Lo que antes era una vida de trabajo criando caballos, de negocios, de comerciantes y de actos sociales pronto se trasformó en algo muy distinto. Nosotros vivíamos en el sur de Lordaeron,  en una pequeña granja en algún punto entre Villa Darrow y Cruce de Corin. Es curioso, pero he acabado por olvidar el emplazamiento exacto de nuestra granja. Bueno, por dicho. Esta parte la tengo algo borrosa, era muy pequeña y posiblemente mi padre pueda relatártela mejor pero...fue horrible. Al principio el miedo y los rumores, que empezaban a calar entre la población de las dispersas granjas. Nadie sabía lo que pasaba: unos decían que los trols del bosque habían invadido Lordaeron, otros hablaban de una maldición de alguna antigua deidad de la zona contra los aldeanos, otros de muertos que se levantaban de sus tumbas… Hasta que la realidad se hizo palpable y nos pegó en las narices.
 Fue una de aquellas veces en las que, desobedeciendo a mi padre, salí al bosque a tirar con arco. Estaba tan tranquilo… lo recuerdo con claridad. Me sorprendió que a esas horas de la tarde no se escuchase ni el piar de un simple pájaro. Llegué a donde tenía puestas varias dianas improvisadas y comencé a tirar, olvidándome por un rato de los rumores y de los miedos. Hasta que una figura pasó fugazmente tras la diana. Mi ballesta cayó al suelo, y tras levantarme de recogerla me encontré con Tom, uno de los peones más jóvenes de mi padre, mirándome fijamente tras la diana. Te juro que el susto que me llevé solo fue superado por el alivio al ver una cara conocida. No sospeché nada cuando echó a andar hacia mí, y debí haberlo hecho al ver su rostro demacrado y sucio y la herida que tenía en el brazo, a la altura del codo, y que se mostraba a través de la desgarrada tela. Iba a preguntarle por ella cuando se me echó encima. Grité e intenté forcejear, pero era solo una cría. A duras penas le rogué que parara pero él no solo  no lo hacía sino que intentaba cogerme con sus manos y atraerme hacia su boca. Llorando logré poner mis botas de cuero bajo su barbilla y tirar de él hacia atrás, con un grito, momento en el que escuché un disparo y vi como la cabeza de Tom volaba en mil pedazos. Me giré. Ahí estaba padre, con varios de sus peones y Hargrave, el viejo capataz. Me encogí esperando la regañina pero solo me dijo que nos teníamos que poner en marcha, que corríamos peligro. Que teníamos que fortificar la granja y esperar la ayuda.



Se lo que estás pensando y sí, tuve mucha suerte. No solo entonces, sino también después, porque pareció que se nos venía el mundo encima. A pesar de haber fortificado las vallas de madera y de armar a nuestros peones, el infierno pareció desatarse en nuestra granja cuando esas cosas llegaron. Como un cuentagotas primero, y después en grandes masas de comecarnes, las barricadas, en un principio bien defendidas, terminaron por caer en un punto. Yo ya colaboraba activamente  en la defensa, atravesando cráneos con las flechas. No estaba quieta. No podía estarlo. Me sentía culpable por haber deseado esto, tanto que ahora me creía obligada a ayudar a solucionarlo. Cuando la resistencia se vino abajo, la casa cayó y la cosa se puso fea, padre me obligó a meterme dentro de los establos junto con madre, creía que estaríamos más seguras allí. Se equivocó. Cuando llegué a las caballerizas me dediqué a observar, muerta de miedo, el reguero de sangre que había en el suelo y que conducía al exterior. De madre, ni rastro. Por más que la llamé no pude dar con ella, y la mirada de desesperanza de padre cuando comprendió que no estaba allí me hizo echarme a llorar. Pero él, dedicido y seguro, me cogió de los hombros y me pidió que le ayudase a uncir los caballos a un carro. Nos montamos, y acompañados de los pocos supervivientes y con un gran bulto en la parte de atrás de la carreta, nos alejamos. Nunca supimos nada de madre.

Espera. No sigas por ahí. ¿Crees que la abandonamos a su suerte? No. Padre era consciente de que un segundo más y moriríamos todos. Él hizo lo que era mejor para mi, su única hija. Después de dejar el carro y a mí misma en un campamento de la Mano de Plata salió con un caballo a buscarla, y volvió al día siguiente. Sin ella.

Nos dirigimos al sur, a Ventormenta, donde padre destapó el gran fardo que había ten la carreta. Era parte del tesoro familiar, que nos permitiría empezar de cero aquí, en esta ciudad. Tras comprar una casita y un terreno, que nos da para ir viviendo, padre ha partido hacia el norte en busca de los que intentan llevar la cruzada  a esas tierras. Yo sin embargo, cada día me aburro más. La fiesta, el Hearthstone y la bebida ya no me llenan, quiero ansias de aventura, quiero vivir, quiero sentir mis flechas acabar con nuestros enemigos. ¿Sabes? He oído que el Portal Oscuro está escupiendo orcos marrones y que quizá el Rey Varian envíe una expedición… Quizá me anime y cruce el portal yo también.

Sé que he saltado de una época a otra, y se también que aún no te he contado por qué una cabeza de orco atravesada por una flecha adorna la entrada de mi casita. Si vuelvo del otro lado del Portal, y me invitas a otra copa… ¡Prometo contártelo!


Escrito por Lascaris