lunes, 29 de julio de 2013

Diario de Iruam - Parte 7

Renacer

El sol despuntaba por encima de los picos de la cima Kung Lai, la cordillera más alta de Pandaria. Shun-Ling había salido temprano a entrenar y se disponía a hacer la caminata habitual para ella de todos los días cuando vio en el cielo lo que pareció ser primero una luz y luego un rayo que se movía a gran velocidad. Entornó los ojos escudriñando qué podía ser aquella sombra. Al cabo de unos momentos, una gran criatura alada y plateada descendió hasta el patio del templo y aterrizó de forma brusca sobre los duros adoquines del lugar. El agotamiento de tan largo viaje desde el desierto, había dejado exhausto a Kairo. El grifo plateado, huido del zeppelin con la confusión se había escondido mientras Iruam y Kheilam tenían su lucha. Tras haber visto como caía el mago y los mántides cirniéndose sobre él levantó el vuelo y se lo llevó en sus garras lejos de allí. No conocía el terreno, así que se guió por sus instintos hacia un lugar lo más parecido a su habitat. Una vez las fuerzas le abandonaron, cayeron a plomo sobre una extraña construcción. Kairo se había roto las dos alas con el aterrizaje y la sangre manaba por muchos lugares tiñendo de rojo su suave plumaje color nieve. Su pasajero no presentaba mejor aspecto. Iruam había perdido mucha sangre y ya sin sentido había entrado en coma por el debilitamiento de su maltrecho cuerpo.

Shun-Ling ante tal espectáculo corrió presta a avisar a los habitantes del templo.

-¡Despertad! - gritó haciendo que su voz resonara en toda la estancia – Monjes, levantaos, hay un hombre herido.

En pocos minutos levantaron el cuerpo del mago y atendieron al grifo, llevándolos dentro.

-Parece que está muerto – dijo uno observando a Iruam.

-No – dijo otro – aún respira.

En ese momento, Iruam se despertó brúscamente. No podía articular palabra, ni tan siquiera andar, pero se intentó revolver de lo que parecían ser sus nuevos captores.

-Calma extranjero – dijo Shun-Ling poniéndole una mano sobre la cabeza – Ahora duerme.

Volvió a dormirse de nuevo sin estremecerse.

-Tenemos que tratarlo ya – dijo Shung-Ling de nuevo – Sus constantes se debilitan. Me sorprende que aún esté vivo, es obstinado sin duda.

Le curaron las heridas y le vendaron tanto brazos como piernas pues se había roto muchos huesos durante el último acto de destruir el artefacto; y lo acostaron en un lecho de una de las celdas del templo. En cuanto a Kairo, sus daños eran menores, al menos no parecía en peligro de muerte. Le vendaron ambas alas y le cosieron la herida lo mejor que pudieron pues el ave no dejaba de moverse y amenazar con sus garras a cualquier médico que se le acercara.

Días más tarde, todo el templo no paraba de visitar la celda del extraño visitante que cayó del cielo. La mayoría eran curiosos que parecía que no habían visto un humano en su vida pues el templo quedaba en uno de los lugares más recónditos del continente pandaren. Cuando pasaron cinco días, Iruam empezaba ya a despertarse a ratos, aunque casi inmediatamente volvía a dormirse. En sus fugaces despertares veía pandarens que pasaban con vendas calientes y algunas otras ensangrentadas. Al principio los monjes pensaron que solamente intentaban curar al visitante para que su dolor se mitigara un poco más antes de morir. Cuando pasaron tres días comenzaron a convencerse que el humano viviría para contarlo. Dos semanas más tarde de su llegada, Iruam abrió los ojos tras el amanecer y miró a la pandaren que parecía velarlo sentada al lado de su lecho. Shun-Ling percibió que el hombre comenzaba a moverse. Iruam trató de decir algo

-¿D...d...don... - intentó decir Iruam.

-Hey – dijo Shun-Ling – Tranquilo, estás a salvo extranjero. Te encuentras en el Templo del Tigre Blanco.

-A...a..ag... - intentaba decir el mago.

-Lo sé – dijo la pandaren mientras cogía una taza con agua – Debes de estar sediento despúes de tanto tiempo inconsciente.

Ayudó a Iruam a beber de la taza a pequeños sorbos para que este no se ahogara.

-Gra...cias – dijo Iruam - ¿Qué me ha pasado?

-Caíste de tu montura desde bastante altura, aunque tus heridas eran aun peores. Y decías cosas en sueños como algo de romper algo y decías un nombre una y otra vez: “Thilane” decías.

-No  me acuerdo de nada – dijo Iruam mirándose los vendajes - ¿Cómo he llegado a este estado? ¿Quién soy yo?

-En cuanto a cómo has llegado a estar así no tengo ni idea. En cuanto a cómo te llamas. Tu nombre es Iruam Sheram, lo pude leer en un libro que portabas en tu bolsa, junto con tu ropa y otras cosas que, tuvimos que quemar porque estaban contaminadas. Lo siento.

-¿Cómo te llamas? - le preguntó Iruam a la chica.

-Me llamo Shung-Ling, soy monje y curandera del templo. ¿De verdad no recuerdas nada?

-No – dijo confundido – Es extraño, recuerdo cosas como hablar o conocimientos básicos, pero no recuerdo ni siquiera cómo llegué a Pandaria, y ¿Quién es esa Thilane?

-En eso no puedo ayudarte Iruam, puesto que no lo sé. Pero eso ahora no debe preocuparte. Descansa y recuperate.

Y así pasaron otras tres semanas en las que Iruam fue recuperando sus fuerzas. Todo lo que portó a ese templo había sido contaminado con la mancha de la oscuridad que había en aquel desierto, por lo que tuvo que contentarse con vestir ropas que los pandaren le facilitaron. Aunque los pandaren le dijeron que lo que habían hecho por curarle era mera hospitalidad y deber de un monje para con un viajero extraviado, él quiso compensarlo trabajando para ellos. Trabajó duro en los campos de arroz donde su forma física comenzó a cambiar. Sin embargo, la época de la cosecha finalizaba y al poco, se quedó sin trabajo y sin forma de poder llevarse algo a la boca. Por las ciudades por las que pasaba si no podía trabajar para algún comerciante, pedía por las calles y si no conseguía nada, tuvo que verse obligado a robar. Ya habían pasado dos meses desde que partió del templo. 

Un día, viendo una casa con una ventana abierta, y un aroma tentador del arroz recien hecho, Iruam se dirigió hacia la vivienda y se deslizó por la pequeña abertura. No había nadie en la cocina y ya se estaba llevando a la boca la primera bola de arroz cuando se dio cuenta de que no estaba solo.

-¡Ladrón! - gritó un pandaren joven que acababa de entrar a coger más platos.

Le tiró la bandeja de plata a Iruam como si de un proyectil se tratase y este se agachó esquivandola. El pandaren se lanzó dispuesto a darle un golpe de zarpa que Iruam instintivamente paró con su brazo y luego intentó hacer lo propio con el enorme animal. La lucha fue rápida pues el pandaren aunque parecía gordo y obeso se movía con una velocidad que desafiaba lo normal. Los gritos de los dos luchadores alertaron a un pandaren más viejo que entró en la sala y dijo con voz potente y firme:

-¡Shiro detente!

-Estaba robando, maestro – dijo el pandaren más joven – Lo he pillado robando comida. 

-Es un invitado, Shiro – dijo el maestro con voz serena – Tiene hambre, y debemos invitarlo a comer.

-Pero maestro – replicó el otro – Es uno de esos perros humanos.

-Pues desde luego – dijo el viejo – no pelea como un perro humano. ¿Cómo te llamas extranjero?

-Iruam, señor – dijo inclinándose ante el anciano – Lamento haber tenido que hacer esto, me pudo la necesidad.

-Yo soy Ginto Kazama – dijo el viejo haciendo una reverencia – Dime, ¿Dónde has aprendido a defenderte de ese modo?

-Hace tiempo que observo a los pandaren que luchan con las manos desnudas señor Ginto.

-Un humano observador de nuestras costumbres, algo extraño dado la guerra que teneis con esos que se hacen llamar La Horda.

-No tengo nada que ver con eso señor, ni siquiera sé como llegué a esta tierra, no recuerdo nada anterior a de cuando me cuidaron los pandaren del templo de la cima Kung-Lai.

-Un hombre que renace de sus cenizas – dijo pensativo Ginto mientras fumaba de su pipa – Sí, creo que podrías ser la persona que he estado esperando.

-No lo entiendo – dijo Iruam - ¿A que os referís?

-Lo entenderás a su debido tiempo chico, por lo pronto ya tienes trabajo puesto que con un solo empleado esto no va como debería ir aunque sea joven. Ayudarás a mi aprendiz Shiro con las tareas de casa y del campo, eso si quieres aceptar un trabajo que te de una cama y comida caliente. Es mejor que mendigar por las calles o robar en casas ajenas ¿No te parece?
-Maestro no lo hagas – dijo Shiro entonces – No se puede confiar en los humanos, siempre mienten y traicionan. Solo buscan su propio beneficio.

-Shiro – dijo tranquilamente el anciano – He visto en el interior de este joven, y su alma no alberga el odio o la oscuridad que habría en la gente de su raza. Incluso me ha sorprendido que pudiera parar un golpe tuyo dado que eres capaz de derribar casi cualquier cosa. Creo que será interesante tener otro aprendiz.

Los días pasaron veloces. Las semanas raudas como hojas llevadas por el viento. Trabajo duro, horas al sol sobre cañas de bambu en precario equilibrio y encontrando la armonía interior, movimientos repetidos una y otra vez y entrenamientos continuados día tras día. Eso conoció Iruam durante el resto de su existencia en Pandaria. Shiro al principio dudaba de él no solo como persona, sino también como posible adepto de las técnicas de los monjes. Fueron rivales desde el principio pero ello no importunó a Kazama dado que eso haría que sus dos aprendices mejoraran con más facilidad. Iruam fue adquiriendo más dominio de su propio cuerpo y a aprender que no todo se resuelve con disputas y combates. El arte de los pandaren estaba hecho para luchar sin duda pero con un propósito, encontrar una razón para hacer uso de ello. Y así pasaron cuatro meses. El invierno dejó paso a la primavera que hacía ver las maravillas del bosque de jade floreciendo y tras eso al verano que hacía que las cigarras amenizaran los días con sus cantos fuertes y estridentes; y por la noche las luciernagas revolotearan por los estanques con diminutas luces como fuegos fatuos. Estas maravillas cautivaron al humano a tal punto de tomar la determinación de quedarse en la isla y dejar a un lado su pasado. Pero, siempre se dice que el pasado vuelve.

Un día mientras meditaba, tuvo una visión. En ella, volaba por los grandes mares hasta una tierra lejana, donde todo cuanto veía era violeta y color oro. Su visión lo llevó hasta una ciudad sostenida en el aire repleta de edificios de formas extrañas. Dentro de un edificio un gato negro se perfilaba junto a una ventana de una alta torre. El gato miró a Iruam y le dijo: “Es hora de regresar, de tomar parte en algo mucho más importante de lo que has podido realizar en tu vida. Vuelve a Azeroth, pues nubes de tormenta se avecinan y debes ocupar tu lugar en esta lucha”. La ciudad fue alejándose más y más hasta perderse en un horizonte que se difuminaba con el cielo hasta que todo parecía ser una mancha difusa.

-Iruam, Iruam – dijo Kazama - ¿Estas bien? Te has caído del tronco.

-Tengo.... - dijo Iruam un poco confuso – Tengo algo que hacer.

-Bueno ya que lo mencionas – dijo el maestro – Necesito a alguien para recoger la fruta de los árboles.

-Lo siento maestro Ginzo – dijo Iruam – pero debo irme.

-No puedes irte muchacho. Tu entrenamiento no está completo. Aún te queda mucho de lo que aprender.

-Lo sé maestro, pero hay algo que debo hacer.

-Algo sobre el pasado que no recuerdas ¿verdad?

-No lo sé – dijo Iruam – Pero algo me dice que debo volver al continente este.

-Esta bien – dijo suspirando Ginzo – Pero hay algo que debes prometerme aprendiz.

-Lo que sea maestro.

-Cuando arregles tus asuntos allí, quiero que vuelvas y acabes lo que empezaste, y otra cosa más. Recuerda que nuestra fuerza no reside en nuestro brazo, sino en aquello en lo que creemos. Nunca nos preguntamos ¿Por qué luchamos? Sino ¿Por qué merece la pena luchar? Por tu preocupación diría que has encontrado esa razón aunque ahora mismo no sepas cual es. Solo puedo desearte buena suerte Iruam y que espero que nos veamos pronto.

-Volveré maestro, lo prometo.

-Que el tigre blanco te proteja – dijo Ginzo, encaminandose hacia su habitación.

Iruam preparó las alforjas con los pocos enseres que poseía y cogiendo unas pocas raciones para el largo viaje que le esperaba. Con el equipaje hecho se dirigió a la parte posterior de la vivienda y desató a Kairo que durante todos esos meses en los que Iruam mendigó se buscó la vida cazando por los vastos bosques hasta que Iruam lo encontró un día y lo llevó a la casa del maestro Ginzo. Montó en el grifo y levantó el vuelo hacia el horizonte.

Escrito por Iruam Sheram