viernes, 26 de abril de 2013

Luz en la nieve (Parte 1)



“La Primera Ley: No hablar con demonios.” - Bayaz, el Primero de los Magos.


Todo lo que sé es gracias a mi curiosidad. El pilar del sabio es el ansia de saber más todavía de lo que se sabe. El conocimiento no ocupa espacio, y mi más deseado objetivo es saber y que los demás sepan. Forjar nuevas ideas desde las viejas; reemplazar viejos protocolos por los nuevos; aprender del pasado pero pensar en el futuro. Un mundo justo sería aquel en el que todos fueran sabios o fueran capaces de entender lo que se les dice. Muchas veces, un tirano cualquiera ha pasado a engrosar la lista de déspotas de este mundo gracias a la ignorancia, bajo el precepto de que la ignorancia es paz. ¿De qué vale la paz, cuándo tu propio pueblo no es capaz de pensar que es ésta?
Utopías, me temo. Castillos de naipes, meras sombras. El mundo no puede cambiar en la mortal vida que puede llevar mi raza. El legado que dejaré es lo que hará que tiemblen hasta los cimientos de la Tierra. Jamás permitiré que mi nombre se desvanezca en el tiempo para siempre. Y por ello, te estoy mostrando a ti, atento lector, mi historia.

En el año nueve después de la Apertura del Portal Oscuro, nací en el castillo de los Selwyn de Alterac. Al contrario de lo que se pueda suponer, mi señor padre no era un borracho dado a las cacerías, si no más bien, era un mago que portaba su título de señor a regañadientes. El último del linaje de los Selwyn, para su desgracia. Cuándo se abrió el portal, mi abuelo y mis tíos murieron en las Tierras Devastadas, mi padre tuvo que venir desde Dalaran a Alterac para cuidar de Torre de Plata y cómo es natural, jamás volvieron. Lo primero que hizo fue reconstruir la destartalada biblioteca con la ayuda de mi madre, Lyanne, una hechicera de la más arcana burguesía de Dalaran. Si hay algo de aquellos años que recuerde con cariño es la biblioteca del Castillo. Era mi hogar, mi refugio y mi puerta para saciar la curiosidad insana. El amor por los libros no es hereditario, pero mi padre solía bromear que yo había nacido con una vela y un libro en la mano. Tanto Adelbern como Lyanne me contagiaron su pasión por la palabra escrita y por ello los honro.

Ah, por supuesto, toda historia tiene una parte oscura. Cuándo el destino del protagonista se trunca, se parte en dos y éste se ve obligado a dejar atrás su anterior vida. Recuerdo con odio aquella conversación entre mi padre y mi madre. No fueron estas sus palabras exactas, pero:
- Adelbern... lord Perenolde nos ha vendido a la Horda. Una coalición de la Mano de Plata y el ejército de Lordaeron está ya al norte de Alterac. Y vienen hacia aquí. - dijo como es obvio mi madre.
- Lyanne, amor mío, no hay de qué preocuparse. Somos gente pacífica.

Mientras escuchaba aquello, no podía dejar de pensar cuán equivocado estabas, oh, padre, que me diste el amor por la lectura, que me concediste el don de la vida y que me entregaste mi fiero corcel, Bucéfalo. Recuerdo con claridad el sonido de los cuernos de los paladines cuándo intentaron obligar a nuestra exigua guarnición a rendirse. Aquellos últimos meses, yo había empezado a tontear con la magia, y no con mujeres por dos sencillas razones: había pocas y no tengo tiempo para eso, ni jamás lo tendré, pues no hay mayor dicha que la de sentir que la magia me llenara, inflamara mis pulmones y hinchiera de orgullo y poder mi delgado pecho; era lo que más amaba después del conocimiento que poseía, poseí y poseeré, pues quería ser un prócer archimago. Oh, por supuesto, mi padre intento dialogar con los rectos paladines, pero una maza en la caja torácica le hizo cambiar de opinión. Jamás le he preguntado, pues murió en el acto. A Lyanne, mi madre, la mataron también, no sé como y lo cierto es que preferiría no saberlo: la guarnición del castillo, fue ejecutada por traición: una bonita palabra que sueltan los estultos cuándo no saben justificar su injusticia y estulticia.
Cuándo los paladines ya habían entrado al castillo y estaban llegando a la biblioteca, oí a la voz desconocida en mi mente, por primera vez, en el momento en el que yo me hallaba escondido en la biblioteca, esperando la muerte; estoico como un héroe que afronta su destino. Bueno, realmente no, me meé encima. ¿Qué? Tenía doce años y ellos tenían mazas y escudos. Siempre he opinado que las mazadas deberían dejarse a los carpinteros.  La cosa está en que la voz me habló, y aún guardo recuerdos de su modulado tono, de su atemporal volumen.
Escribiré exactamente lo que me dijo, que fue:
- Adalberth. - susurró, con una voz redundantemente susurrante, baja.
Al principio, creí que eran meras imaginaciones mías. O eran los paladines, que por asaz del destino, sabían mi nombre. Más tarde se repitió, cuándo la llamada resonó otra vez en mi mente.
Sin pensarlo si quiera, me dirigí al fondo de la biblioteca, dónde reposaba el dorado atril en el que mi padre solía recitar sus ignotos conjuros. Y justo allí, por casualidad, estaba su libro de hechizos, con unas letras escritas en oro brillando.
Ante el atril, en un círculo de arena y velas que mi padre usaba para hacer mediciones acerca de conjuros, se personó una figura vestida con una túnica negra, encapuchada, con una barba larga que parecía un erizo a medio erizar y una nariz aguileña. La figura, tornándose incorpórea por momentos, me dijo:
- Tengo la clave de tu salvación, pequeño humano.
Sentí miedo. Mucho. ¿Para qué negarlo? Encima, los paladines aporreaban la puerta de la biblioteca. ¿Qué harían con MIS libros? Si se atrevían a tocarlos, tendrían que pasar por encima de mi cadáver. Y eso harían. Eso predicaba la Luz Sagrada, la destrucción del conocimiento del que querían librarse; un pueblo ignorante al que controlar y adoctrinar conforme a sus anticuadas creencias; puesto que la Luz no era más que una manifestación de la Magia. Mire a la figura vestida de negro, enarcando una ceja dorada.
- Salvaré tu vida y tú, a cambio, deberás... - entonó la figura, con voz susurrante y sugerente. Nada que ver con el viejo decrépito que tenía delante; solo de pensar que alguna vez terminaría así, sentí un dolor tan irremediable e inevitable como la muerte que algún día me alcanzaría, inexorable pero lentamente.
- No salvarás mi vida, anciano, pues con gusto la entregaré si salvas este tesoro de las manos de los autoproclamados elegidos de la Luz. - contesté, reuniendo los pedazos de valor que me quedaban, temblándome con profusión las rodillas, pero intentando mantenerme heroico
- Intentaré hacerlo, pero te necesito vivo. - el viejo desaparecía por momentos.
No lo intentarás. Lo harás. - ordené, tomando posesión de mi cuerpo el espíritu inquisitorial, estúpido y repelente que tienen todos los nobles que han sido criados bajo la férrea y firme doctrina de los inútiles estamentos sociales, anticuados para una raza pensante como la nuestra.

Con la ayuda del viejo, siete días más tarde un niño de doce años, al borde de la inanición, casi muerto de frío y con un libro de hechizos bajo el brazo llegó a la Ciudad de Dalaran.


Escrito por Adalberth Selwyn