viernes, 26 de abril de 2013

La ciudad violeta (Parte 2)



"El hechizo no hace al mago, si no la forma en que lo utiliza" – Archimago Gareus Tuercaplata.

Dalaran, por aquel entonces, estaba repleta de bullicio y vida. Siempre recordaré la ciudad más sabia e igualitaria como mi ciudad. Al haber perdido yo mi hogar, necesitaba un nuevo refugio, y lo encontré en la Ciudad de la Magia, en la cruenta y sangrienta Segunda Guerra. Muchos la insultan, diciendo que no es más hogar que el de magos pomposos y cobardes, o de jóvenes ambiciosos y curiosos. Yo soy ambos, y me enorgullezco de ser de la violeta ralea de Dalaran, pese a mi condición de brujo y la sombra bajo la que me veo envuelto para lograr la más bella de las utopías.

En definitiva, llegué a Dalaran vestido con harapos, armado con la varita de endrino de mi padre, con profundas ojeras enmarcadas en mi rostro, sin más oro que el de mis sucios cabellos y un libro colgado en el cinturón, que por cierto, cada vez apretaba menos conforme viajaba por las llanuras níveas. No me acerqué a ninguna población, puesto que suponía que los asesinos de mi estirpe estarían allí, de modo que, imprudentemente, fui por viejas sendas y crucé las llanuras. Sobrevivir en la nieve habría sido una proeza heroica digna de una canción si no hubiera sido por aquel viejo chamán que me salvó la vida: un orco. Exactamente, has leído bien. En mis devaneos por las Montañas de Alterac, caí al suelo, muerto de hambre, pensando en alimentarme de la misma nieve a mi alrededor. Y, como una titánica sombra, se personó ante mí el viejo orco, que, no sé por qué me dio agua que beber y comida que comer. Me llevó a la tosca cueva en la que vivía, encendió mediante su magia chamánica un fuego y esperó hasta que despertara. Cuándo lo hice, me aferré a la arcana varita de mi padre y apunté al orco:

- ¿¡Quién eres!? - osé gritar, por encima del crepitar de las llamas de la hoguera que iluminaba el rostro de aquel ser al que tenía por animal.
- Drem'lok tral 'el nodar osh tar. Nosh. - se golpeó el pecho con fuerza. Mis conocimientos del idioma orco se limitaban a una burda imitación de sangre y trueno, ya que solía compararlo con el idioma que tendrían los perros si ladrar lo fuera.

Nunca recordaré su nombre, pero sí su rostro, repleto de negros tatuajes, enmarcado con unos ojos rojos como la sangre, ni su barba blanca como la nieve de mi reino. Pero, sobre todo, recuerdo su expresión: tenía miedo.

Tras separarme del orco y salir de su mugrosa cueva, sin decir una palabra, caminé paso a paso por el camino nevado; era pleno invierno en plena Alterac, una tortura que espero no volver a pasar. Llegué a Dalaran, observando ensimismado las gloriosas y esbeltas estructuras, fruto de la mezcla de los estilos arquitectónicos de los altos elfos y los humanos, violeta y oro superpuesto sobre la nublada bóveda azul. Cuándo atravesé las piedras protectoras de la ciudad, me sentí seguro tras siete días de miedo. La primera vez que me lanzaron un conjuro de miedo, recuerdo haber visto la luna llena y la nieve interminable ante mis ojos. Definitivamente, odio Alterac en invierno.

Las puertas de la ciudad estaban obviamente cerradas, por la guerra, pero un alto elfo guardián vestido de violeta y de dorado se me acercó con parsimonia, enarcando una de sus largas cejas al ver mi desharrapado aspecto, pero alzando la otra al ver la varita de mi padre. Su voz cantarina tenía un deje burlón, y eso casi me enfureció. He de decir que el elfo se recogía la coleta negra sobre el pecho y tenía una perilla bastante curiosa. Alcé la mano, reuniendo fuerzas, abrí la boca, dispuesto a soltar una bordería, pero de mis labios con el imperativo y parsimonioso tono de noble pomposo, salieron unas inquisitivas palabras:

- Soy Adalberth Selwyn de Alterac. Llévame ante el Consejo de los Seis.

Lo cierto es que no sé como me llevó ante el Consejo de los Seis, pues nada más pronunciar la ese caí en el delicioso sueño del desmayo.


Escrito por Adalberth Selwyn